Fallará
Y yo por qué?
Efímero
Elija a un diseñador
- Elija a tu diseñador cuidadosamente.
- Ábrase a las nuevas e inesperadas ideas. No se asuste por algo diferente.
- Dígale a su diseñador qué es lo que quiere decir en vez de cómo quiere que luzca.
- Sea claro sobre las características que usted necesita.
- Investigue y sea específico acerca de sus necesidades.
- Tenga por seguro el mensaje y contenido.
- Diseñe para sus clientes, no para usted, sus amigos o sus colegas.
- Tenga buenas razones para sus preferencias.
- No diseñe por comitivas. A más personas tengan voz en el proceso peor serán los resultados. Ningún buen diseño fue creado por un consenso.
- No le diga a su diseñador como diseñar. Esa no es su área de expertise.
- Usted nunca puede satisfacer a todo el mundo todo el tiempo. La mejor forma de fallar es intentar caerle bien a todo el mundo.
- Confíe en su diseñador.
Es usted un imbécil?
Puede completar el siguiente formulario, con total sinceridad o mintiéndose a usted mismo, marcando Verdadero (V) o Falso (F) a cada una de las afirmaciones y enviarmelo por correo para estudios estadísticos acerca de la imbecilidad- Cuando me siento deprimido/a voy de compras.
- Creo a ultranza muchas cosas que vi por televisión.
- Soy capaz de hacer algo bueno a alguien sin que nadie se entere.
- Tengo razón porque la gente me dice que tengo razón
- Voy a bailar porque me gusta conocer gente.
- Tener una pareja hermosa habla de uno
- Tengo una escala de valores y trato de regirme por eso
- Voy a casarme por iglesia para seguir la tradicion
- La gente cambia
- Uno es uno y las circunstancias
- Tengo defectos físicos y temo que me rechacen por eso
- Mi status social no me hace mejor que otros
- Hago las cosas que hago porque tuve una vida desdichada
- Este país está podrido por culpa de los gobernantes
- Hablo mal de la gente porque temo quedarme solo/a
- Mendoza es una ciudad de gente susceptible
- El destino podría traerme un hijo al mundo
- El hombre llegó a la luna
- Digo TE AMO para convencer a alguien
Ensayo sobre la imbecilidad
...and i failed in life because you crushed me with your hands.Los imbéciles tienden a agruparse, a veces a enamorarse (aunque creo que no existe el amor imbécil).
Los imbéciles tienden a casarse sólo porque ese es el mandato ancestral.
Los imbéciles suelen tener hijos algún día. Lamentablemente dos o tres (a veces sobreviene la catástrofe y son cinco).
Los imbéciles educan a sus hijos como imbéciles, esto logra que se multipliquen, y su influencia destructiva en una sociedad sigue siendo proporcional. A gran escala, grandes males esperan a esta sociedad que no sabe cómo excomulgarlos, porque no se tienen las capacidades ni los medios de reconocer a los imbéciles.
El estúpido es aquel que no obtiene beneficios para sí mismo ni para los demás, dada su estupidez, sus actos pueden tener alcances destructivos.
El imbécil es una clase de estúpido que sigue destruyendo lo que hay a su alrededor porque cree que así dejará de serlo.
No se nace imbécil. No es una característica propia del ser humano. Pero si no hay algo o alguien que muestre caminos al hombre, se volverá inevitablemente un imbécil.
Tampoco es un viaje de ida. De todas maneras, volver de la imbecilidad es un camino muy difícil que igualmente necesita de ayuda externa.
Dos imbéciles unidos retroalimentan mutuamente su imbecilidad y están condenados a esa mediocridad.
Vivir como imbécil es mucho más fácil!
La mediocridad es el caldo de cultivo de los imbecilios.
Inundar el mundo
Todo este tiempo he estado llenándome de agua. Tragando lagos, ríos y embalses. Y cuando me pinchaste comencé a inundar el mundo. Estoy en la vagüada de este río, dejando sedimentos, pisando arcilla, formando islas. Y cada tanto rebalso un poco más, tanto que no podés tener los pies secos.Si te quedás en la orilla, mi marea se lleva todo. Si comenzás a correr, las olas te alcanzan.
Yo intentaría eso antes de construir una casa sobre mis aguas.
Mi río recorre todo el continente y su agua es infinita.
Tendrás que sumergirte o viajar hacia nuevos horizontes secos.
La alegría no es solo brasilera
Odiamos a nuestros vecinos, esos tipos llamados brasileros. Sólo los odiamos por nuestra impotencia, nuestra inferioridad, nuestra incapacidad para ser mejores. Sólo porque nos irrita que no importa cuánto le pisemos la pelota en la final de la copa América, siempre van a ser mejores que nosotros, siempre van a tener 3 o 4 títulos más. Y los odiamos, sobre todo, porque a ellos no les importa.Entonces nos irritan. Nos irritan sus nombres de pila en las casacas. Nos irrita el grupo que le toca. Nos irrita Pelé. Nos irrita el carnaval de Río, Lula y el Capoeira. Todo por un partido de fútbol.
Señoras y señores, esa iracibilidad es producto de una sola cosa: mediocridad.
Mientras rajo las negras cortinas que tapan tu andar por la ventana del pasado, te pregunto, desesperado, qué pasó con el tiempo que nos prometieron, qué pasó con el tiempo que me prometiste, una y otra vez, porque ahora, en esta habitación atemporal, en esta sala de espera mental, alcanzo a distinguir en un almanaque en la pared la fecha inverosímil donde se encuentra mi punto, donde los latidos de mi corazón rebotan incesantes, tratando como un pequeño insecto ciego de buscar la ventana que conduzca el dolor hacia otro lado, de buscar la ventana por la que nos eclipsamos tantas veces.
Ahora que es pasado mañana, ahora que es el año que viene, qué pasó con el tiempo que nos robaron y que no nos piensan devolver. Qué pasó con ese tiempo que se escapó suavemente de nuestras manos, qué pasó con esos granos inasibles de arena que resbalaron sin el menor sonido, sin el previo aviso, y se juntaron, se confundieron con la infinita playa, para nunca más volver a tomarlos, para viajar con el viento y con las olas.
Ahora soy una espiga madura sacudiéndome impotente en el viento, rodeado de un campo dorado, rodeado de espigas que se mueven, que se mezclan, que se confunden, bajo un techo de atardeceres de fuegos rojos y azules. Ahora soy una espiga más, totalmente confundible.
Ahora soy esa espiga madura mientras escucho la guadaña cerca, cortando, sacudiendo, levantando en cámara lenta su filo, bajándolo con suavidad sobre los tallos, brillando rojo y plata sobre el campo dorado, mientras miro, mientras busco tus recuerdos, mientras trato de remar contra la corriente de tiempo que me sacude y me lleva a ese océano donde el tiempo se amontona y se estanca, donde todas las almas flotan a la deriva, perdidas, mientras, probablemente, se pregunten dónde está el tiempo que nos prometemos, dónde está ese tiempo, dónde estás vos.
Te veo pasar por mi ventana. Te veo asomar entre el marco y las paredes. Te veo asomar, y luego existo, luego soy quien te ve. Nada más. Ahora por fin existo. De verdad, existo. Ahora soy ese pequeño observador que existe gracias a ese fenómeno que existe para ser observado. Ahora no teorizo, ahora sólo observo.
Ahora sólo te observo para descubrir esos pequeños detalles alojados entre los pliegues de tu ser. Ahora te observo como quien mira desde un extraño microscopio, y veo tus pequeñas maravillas, tus pequeños secretos, tus pequeños e imperceptibles gestos. Ahora es hora de ver tus pequeñas comisuras marcarse en la oscuridad, ahora veo y observo un nuevo e intermitente brillo en tus ojos. Ahora veo de cerca las finas líneas de tus manos. Ahora observo tu suave desplazarte por el mundo. Ahora veo de nuevo tus sonrisas, los intermitentes paréntesis entre tus labios. Ahora veo tu alma desde la pequeña abertura de tu boca, ahora observo detenidamente tus movimientos. Ahora te escucho, y escucho el sonido del mar, y escucho el sonido del agua brotando de un río. Ahora saboreo un poco de agua dulce alojada en tus labios.
Ahora te veo desde un telescopio. Ahora te veo desde mi mundo diminuto. Ahora observo tus rastros en el cielo, ahora te sigo en tu peregrinación hacia el sol. Ahora dibujo tus constelaciones, ahora trazo tus rotaciones, ahora calculo nuestros intermitentes eclipses para poder saber cuándo nos cruzamos, cuando me interpongo entre vos y el sol.
Ahora te veo. Ahora existo. Ahora te observo desde mi microscopio y desde mi telescopio. Ahora acoplo las imágenes. Ahora miro por ambos, ahora trato de unirte, ahora trato de mirar desde lejos y desde cerca. Ahora trato de entenderte.
Ahora te veo completamente. Ahora existo. Ahora te veo pasar. Ahora nos eclipsamos. Ahora desaparecés de mi ventana. Ahora sigo mirando, esperando, calculando el próximo eclipse. Ahora aguardo. Ahora no existo.
Agita las manos, trata de frotarlas juntas, las sopla y un genio de vapor blanco y caliente sale de su boca y escapa hacia los techos de casas bajas cubiertas de escarcha.
Un gato blanco, casi una bola de algodón y nieve, se esconde en vano entre unas ramas flacas y desnudas que tiritan con el viento, tiritan con el pasar del invierno que está por tomar la delantera en la inverosímil y despareja carrera.
Aprieta el paso, exige a unos pies helados a doblar la marcha, y tropieza con una de las tantas baldosas de domingo a las 9:19 am después de un café distante, después de un vodka lejano en el tiempo y presente en el paladar, después de una noche oscura que de a poco se destiñó para dar paso a la cara lavada de un día invernal.
Atrás, casi en el costado, casi alrededor, el aliento helado del invierno se acerca, resopla, y pasa por el cuello de esa campera con capucha sin estrenar, porque las capuchas te quitan un 50% de campo de visión, se dice, se consuela, mientras con una mano blanca y entumecida acomoda un mechón de pelo detrás de una oreja izquierda roja y dolorida, y otra imagen de vapor que sale de su boca para disparar hacia arriba, y allá va, perdiéndose en el cielo blanco.
Alcanza la esquina, dobla por la curva cerrada a toda velocidad y se dirige a su recta final, y ya divisa la llegada, mientras atrás, lo siente, no quiere mirar, el invierno es un monstruo de hielo enfurecido que se desliza por el rocío congelado, y los árboles tiemblan, y los pájaros vuelan a toda velocidad, y el vierno se le acerca, y los dos están cabeza a cabeza, y la meta está al alcance de la nariz roja, y otro último esfuerzo, otra columna de vapor que se congela en el aire, y mientras la mañana termina de aclarar, como si las noches fueran polaroids nocturnas que con el correr del tiempo se van revelando para dar paso a los colores y a las luces matinales, finalmente alcanza la meta, la llegada, abre una puerta de vieja madera y entra apurado al calor de una estufa que existe gracias a ese invierno que siguió de largo, que sigue su carrera montado en el tiempo, su eterno peregrinar estacionario, ese invierno que carece de llegada y que carece de meta, pero corre desesperado, tal vez para no parar, tal vez para que no lo alcance la primavera que le pisa los talones con sus flores y sus perfumes y sus hojas verdes y sus tallos, esa primavera que es veloz, lo suficientemente veloz como para que el rojo verano, que está justo detrás de ella no la queme con sus soles y sus humedades y sus frutos frescos y sus polaroids de rápido y duradero revelado, esas que pasan agitadas y acaloradas por la ventana, casi mirando para atrás, casi sintiendo las hojas secas y el pasto amarillo del otoño que es la cola o la cabeza, no importa, pero que junto con el verano y la primavera y el invierno giran persiguiéndose enternamente por esa pista esférica, tratando de correr, de huir temerosos del que se encuentra inmediatamente atrás, mientras las polaroids se revelan y se gastan y se guardan con cariño en el cajón del olvido.
Hoy es ese día de primavera que descuidado se escapó de sus hermanos y vino a caer suavemente en el medio de este invierno. Hoy me enteré de que nos leen. Sí, alguien (alguienes) leen esto que siempre pensé que era un “pequeño diálogo al unísono entre uno y uno mismo”. Parece que no. Hoy no sólo me enteré de que nos leen, sino que leí comentarios de quienes nos leen.
No sé quiénes son, pero tal vez es como dijo Andrés, son extraños que nos sacan sonrisas, esas sonrisas que están ausentes en tantos conocidos. Espero que las cosas que posteamos sirvan de algo, que sean como ese perfume enterrado en el pasado de una experiencia vivida y traído de vuelta gracias a un par de letras acomodadas de una forma o de otra, o ese dibujo mental, o esa nota que se pierde en el silencio, o formas agradables pasando por sus ojos.
Hoy día, cuando ya venía cansado de nubes invernales, me disparó un rayo de sol tibio en los ojos. A los que comentan, cuentan, opinan, dicen, a los Zoes y Pablos que no conozco, Gracias.
Si estos píxeles en el monitor son capaces de una pequeña sinapsis entre nosotros, entonces todo me parece un poquito más fácil y agradable de lo que me parecía hasta ayer.
Un abrazo.
N.
Ahora camino por la calle mirando a todos lados porque se que alguien nuevo vendrá, alguien que me regalará una sonrisa y me dirá que no me vaya.
Mientras tanto miro las cornisas ocultas en el follaje urbano, los viejos edificios que nadie mira, tal vez porque son pocos, tal vez porque por la vida no se puede andar sin mirar adelante.
Ando probando cosas nuevas: avellanas, roquefort o chocolates importados.
Ando malgastando mi dinero y pidiendo préstamos a la casa matriz.
Ando riendo más seguido, incluso solo.
Ando con ganas de un abrazo, pero no me desespera.
Ando con ganas de que te sientes en la segunda fila y cantarte una canción, para luego compartir una gaseosa y que vengas conmigo a casa para dormir abrazados y que mañana me acompañes hasta el trabajo porque la mañana es tuya, y me digas "Chau", entre sonriendo, casi de reojo, llevándote los chocolates y doblando por donde topa.
Ahora camino por la calle mirando a todos lados porque se que alguien nuevo vendrá, alguien que me regalará una sonrisa y me dirá que no me vaya.
Mientras tanto miro las cornisas ocultas en el follaje urbano, los viejos edificios que nadie mira, tal vez porque son pocos, tal vez porque por la vida no se puede andar sin mirar adelante.
Ando probando cosas nuevas: avellanas, roquefort o chocolates importados.
Ando malgastando mi dinero y pidiendo préstamos a la casa matriz.
Ando riendo más seguido, incluso solo.
Ando con ganas de un abrazo, pero no me desespera.
Ando con ganas de que te sientes en la segunda fila y cantarte una canción, para luego compartir una gaseosa y que vengas conmigo a casa para dormir abrazados y que mañana me acompañes hasta el trabajo porque la mañana es tuya, y me digas "Chau", entre sonriendo, casi de reojo, llevándote los chocolates y doblando por donde topa.
He visto novelas brasileras y he tratado de identificarme con ellas, pero no distingo los buenos de los malos.
La negra evita al tipo porque lo ama, pero se casó con otro para olvidarlo y este otro los agarra flirteando en su sillón, y sin embargo no le parte la cabeza porque es bueno, y la negra llora y la audiencia se conmueve porque está enamorada y el amor lo justifica todo, o no?. Y esa es la parte que no entiendo.
La gripe me fue consumiendo, gripe o lo que sea que me mutiló la garganta y las ganas de vivir.
También comencé a pensar que poder disfrutar de 24 horas solo sin que suene el teléfono o entre alguien o alguien te haga algun reclamo o lo que sea es un suplicio cuando uno se siente solo, pero es un lujo enorme cuando uno se siente bien. Que nadie te moleste en una ciudad plagada de imbéciles es un lujo. La soledad es un bien preciado que pocos saben disfrutar, la soledad te da match 1.
Qué divergente y poco productivo.
Pobres ellos
Pobres gallinas ignorantes, no saben lo que se pierden de la vida. Solo vieron a su padre levantar la mano y a su hermana parir en la cocina. Pobres de ellos, que hoy te chiflan por careta, mañana te pegan por una mina y pasado están haciendo un piquete en Panamericana reclamando pan dulce y playstation para su familia. Pobres ignorantes que caminan con gorro y de a 5 y le dan plata a otro ignorante para que les abra su cueva y los prenda fuego a ellos y a sus hembras preñadas. Pobres ignorantes los que dicen que saben todo y no tienen entereza y dignidad. Pobres... nadie les compro jamás un disco de jazz.Otro día, otra luz de derecha a izquierda, y tal vez la suerte nocturna de un par de estrellas brillando intermitentemente lejos de la ventana y de la habitación.
Toco
Dentro de una hora y treinta minutos estaré arriba de un escenario con la
mirada perdida en la bruma lumínica y el rumor de unos cuantos espectadores
zumbando en mi pecho.
Primero me doy un baño caliente, después elijo algunas prendas de entre lo
que queda fuera de ese gran cesto de ropa sucia (las mismas prendas de
siempre). Me pondré perfume porque a las chicas le gusta y tal vez les
llegue a gustar más el perfume que mi propia humanidad.
Precalentar la voz hace bien, sobre todo cuando se ha fumado un poco y no se
ha hablado mucho. Mañana de vuelta, el mismo ritual. Es como una mini gira,
dos días seguidos. Nunca lo había hecho. Supongo que no tendré que doparme.
No hay como disfrutar con mis amigos sobre las bambalinas. No hay nada como
eso.
Por eso sé que ahora que no es la media tarde, ahora que es la media tarde de tu estómago, debés estar tomando ese café con esas galletas de miel, mientras yo arrojo piedritas a los “Expreso Uspallata ” que doblan por las curvas cerradas sin reparar en las posibilidades de ir a parar al río Mendoza. Por eso parto de mi casa y empalmo la ruta nacional nº 7, porque soy de esos que deciden escaparse de la forma más ridícula, porque no me escapo de los demás de la forma standard. Por eso pateo piedritas mientras las montañas saben que para mí no son más que grandes piedras que no puedo patear pero que patearía si pudiera, derecho por el río Mendoza hasta la ciudad, favor de aplastar el edificio Gómez.
Ahora camino con las zapatillas llenas de polvo de arcilla, con los cordones desatados, con el cuello cansado, con las manos en los bolsillos, con los oídos apunados de música, con el pelo sucio, con las rodillas agotadas.
Ahora camino por la ruta y los autos dedican una sutil luz baja a mi cuerpo, y siguen, desaparecen con ese efecto doppler que traté de explicarte pero que no pude, y se alejan danzando con ese baile que trataste de enseñarme pero que nunca pude aprender. Porque además, soy ese pequeño gran caprichoso, esos que habitan en Mendoza, esos que nunca la pasaron del todo mal, pero tampoco del todo bien. Esos que para ellos la vida es cómoda e incómoda a la vez. Esos que aunque vivan de la lógica, terminan siendo los más irracionales. Por eso camino hacia Uspallata. Por eso pateo piedritas. Por eso toco carteles de “Curva Peligrosa”, por eso me refugio en los pequeños túneles cavados en la montaña y me escondo en la oscuridad para asustar a los turistas. Por eso me quedo contra las paredes de los túneles para sentir la velocidad de los “Expreso Uspallata” pasando tan cerca de mi cuerpo, tan cerca de mi ropa, tan cerca de sus muertes.
Por eso camino y miro constantemente hacia atrás, por eso miro a los autos acercarse pero no alejarse, por eso monto el escenario de mi película sobre la Montaña, a 1200 kilómetros de Buenos Aires. Por eso leo los mensajes pintados en las piedras, mientras los autos bajan y suben, trepan y descienden, y yo sin hacer dedo, porque me da vergüenza, y porque prefiero soñar con peregrinaciones y cruces de Los Andes.
Porque me gusta pensar que estoy loco. Porque no lo estoy. Porque lo único que hago acá es esperar que en la próxima curva peligrosa asomés, primero tu pelo, luego tu cara, y así en orden hasta tus pies. Porque espero que bajés de ese Expreso Uspallata para decirme que vuelva con vos, que tomemos la media tarde juntos, que “a que no sabés qué, tengo galletitas de miel”, y todo eso.
Porque soy de los que nunca la pasaron tan mal en la vida, y de los que nunca la pasaron tan bien como cuando están a tu lado.
Nunca quise tocar la mesa, ni siquiera los cigarrillos, el paquete apenas abierto y ese aroma de tabaco que todavía rodea esa escena del crimen de donde escapaste sin cargos, esa escena de donde te vas para no volver, y no existe una pena para eso, no existe un castigo. Nunca traté de limpiar la mesa porque en ella todavía descubro las huellas de una pintura de la última cena, de nuestra última cena, y donde puedo ver todas las pinceladas de nuestras vidas, donde en cada detalle, en cada objeto puesto al azar sobre el lienzo puedo observar nuestra vida, nuestra polaroid mal sacada, borrosa y oscura.
Todavía un cenicero está a punto de arrojarse por la borda, justo donde, obstinada, lo dejaste siempre, y unas colillas retienen un poco de ese labial neutro que nunca me gustó, pero que ahora es la única huella digital, la única prueba, el móvil que asegura que estuviste acá. La prueba de vida inteligente en otro tiempo, en otro planeta.
Y ahora que lo pienso, después de todo este tiempo, después de ver que la mesa sigue como siempre, el reloj de pulsera que dejaste sobre ella - porque no llegaste a vestirte completamente luego de nuestra horizontalidad en la alfombra- está detenido, apenas unos minutos después de que te fuiste, exactamente a las 9:19. Así, solo necesito mirar la mesa, desde arriba de una silla, como un cuadro rectangular donde el tiempo jamás pasa y se representa, ya lo dije, nuestra última y apresurada cena. Una cena, un momento inmortalizado, inmaculado, infinito.
Más truenos se dibujan, más truenos rompen contra la tierra, el verano que no llegamos a ver está acá, en el maldito C, muy lejos de ese A donde las cosas eran como soñaba que serían en ese inalcanzable B.
Una inevitable e invariable idea de muerte crecía con fuerzas en su mente, y las calles parecían angostarse, y los edificios cerrarse, y el ambiente se volvía sofocante. Los árboles consumían todo el oxígeno y por las acequias nadaban todos los desperdicios dejados al pasar o arrojados desde las ventanas de los segundos y terceros pisos de los edificios manchados y agotados.
Algunos autos calientes y destartalados se movían en zig zag como patéticos insectos luminosos y el asfalto derretido emanaba ese olor a muerte y a decadencia ya pegado a sus ropas, ya imposible de ser quitado de su piel. Ella era esa valija sucia, gastada y con olor a esa goma opaca de la cinta transportadora del aeropuerto de las 9:19.
El olor de la ciudad, el cemento, no se iban, permanecían para siempre, aferrados al cuerpo. Cada vez que salía a la calle regresaba a su casa llena de polvo, llena de olores de desperdicio y gomas de autos y caños de escape y cemento caliente y baldosas sucias y árboles apagados y muertos.
Por eso tal vez su inevitable idea de muerte crecía, y latía, y era lo único que translucía su cuerpo gris. 9:19 y el paisaje mal pintado sobre cartón pasaba constantemente detrás de ella, y las rodillas de la vieja ciudad temblaban, cansadas, débiles, sucias, y los huesos de los edificios asomaban por todos lados, y el cáncer del humo había consumido a todos los árboles y plantas, y el cielo no se veía. En cambio, todo arriba era un pesado colchón gris que colgaba pesadamente sostenido por la punta de los edificios.
9:19 y ella era esa valija gastada, girando eternamente por la cinta transportadora de este aeropuerto donde nadie pasaba, nadie viajaba, nadie arribaba, nadie vivía.
Ella era el pequeño dibujo quieto pasado una y otra vez sobre ese pedazo desprolijo de cartón pintado por manos poco hábiles, y el colchón negro caía lentamente, desinflado, descolgándose de las agujas y terrazas de los edificios. Ella era una y otra vez lo mismo, y el fondo era esa eterna cinta de moebius por donde ella giraba eternamente, de un lado hacia el otro, siguiendo esa extraña curvatura que cambiaba el lado de las cosas, que negaba la existencia misma de la coherencia, que imposibilitaba la creencia de una vida sana, recta, o arbórea, llena de ramas por donde esparcirse, llena de ramas para desparramarse sobre ellas, para equivocarse y elegir otros caminos una y otra vez.
Un olor a muerte la inundaba, por eso, para acompañarlo, para tener suerte, para encontrar ese dueño que sólo quería la valija gastada para arrojarla a la basura, decidió cruzar una oscura calle negándose el oído y la vista, optando por dejarse indefensa ante uno de esos grandes insectos que chillan cuando una persona u otro insecto de improviso se atraviesa en su camino. Debía haber visto las luces fosforescentes, debía haber escuchado el chillido agudo y metálico del enorme insecto. Pero siguió caminando, hasta que el metal rojizo y oxidado se fundió con su piel, y hubo una milésima de segundo anterior en que el tiempo optó por detenerse( 9:19), en el instante justo en que la cabeza del escarabajo comenzaba a deshilachar su pantalón, en el momento exacto en que se sentía todo el calor y el aliento hirviendo del insecto de chapa, abalanzado sobre dos ruedas contra ella; en el instante exacto en que lejos de ahí(pero nunca es tan lejos) alguien mira una mesa polvorienta que no se ha tocado en años, en el momento justo en que alguien está persiguiendo a su sueño por almacenes y parques; en el preciso instante en que alguien camina sobre pequeños lagos bajo una noche de lluvia; en el preciso momento en que alguien descubre la inevitable realidad de saberse atrapado en C; en el momento puntual en que un monitor que es apagado suspira y unas letras despegan para escapar zumbando hacia otra fuente de luz; en el momento decisivo en que una mujer termina con un salvaje zonda para siempre.
Luego, bruscamente, 9:19 y el tiempo recuperó su ritmo, sus latidos, volvió a respirar y el auto pasó salvajemente, y se perdió en la noche eterna y grisácea, mientras ella descansaba para siempre su sonrisa posada en las 9:19, en ese camino caliente y gris, en ese alquitrán que cubre toda la ciudad y que nos quita la abstracta idea de que bajo esa costra de muerte aún queda tierra de verdad, vida de verdad, justo ahora, a las 9:19.
Rodrigo Fresán, “La velocidad de las cosas”.
Cuando la cresta de la ola se haga eterna acercate y decime que no hubo tiempo todo este tiempo.
Cuando mi mente sea borrada y mi culpa excomulgada por un nuevo horizonte nuevo tomaré tu pulgar con mi mano y te diré que el calor de tu cuerpo no es humano.
Cuando sepas que he experimentado lo subterráneo te estaré esperando en mi nueva casa, lejos de casa, con una flor robada de un jardín japonés y un boleto de ida a un país maravilloso.
Este mundo no puede pasar como televisión. Esta vida merece ser vivida de nuevo en tus manos nuevas.
Nuestras vidas merecen desencontrarse en el pasado y empezar a amarse en el futuro.
La cosa es simple. Hay que creer en algo, hay que tener algo. Te pisan, te rompen, no importa.
I´m a rabbit in your headlights.
Desde entonces, cada tanto, me pregunto dónde está, en qué parte de su historia premeditada está y cuánto le falta para el final. Yo ya sabía de casi todo, por lo menos en términos generales. Que se iba y se volvía, que las palabras esas eran plumas, que de alguna extraña manera todo terminaría mal.
Y gracias a Dios siempre supe que Mirtha nunca estaría aquí y ahora.
Caminatas al sol por parques surcados de nuevas rutas, de nuevos brazos de cemento.
Caminatas solitarias. Caminatas a las 13:43. Caminatas al sol sobre brazos de cemento nuevitos, oscuros, limpios, sin arrugas. Dolor de cabeza, ese que nos avisa que estamos encarrilados en el lento carril de la muerte, de la conversión vertical/horizontal_casa/cajón_carne/pielhuesos_latidos/movimiento de gusanos.
Carriles suaves, brazos nuevos, infantiles. Pequeñas líneas de cáncer áspero sobre tierra virgen. Tengo que hacerme de Green Peace. No lo creo. Prefiero usar esos atajos duros sobre el blando de la tierra, porque es por donde los demás se permiten desplazarse. Es la pista scalextric por donde pasan, manejados por grandes controles amarillos y rojos, esos con un botón para acelerar pero no para frenar.
Esos diseñados para estrellarse en la primera curva.
Cero mensajes nuevos. De nuevo.
Un par de zarzas, yuyos y televisores rotos arrojados sin ningún propósito más que el de comenzar a llamarlos basura, y créeme, sé de eso, estuve mucho tiempo, de niño, caminando entre baldíos. Conquisté algunos, descubrí otros, y bauticé algunos más. El barrio de la infancia era un barrio recién inaugurado, un barrio con pocas casas y muchos espacios para otras nuevas casas. Todos los años esperábamos nuevos vecinos que de la noche a la mañana estacionaban sus casas en nuestros baldíos, nuestros pequeños países y galaxias. Llegaban y se plantaban en la tierra para comenzar a dar forma a su árbol de la vida de cemento y ladrillos, y ya nunca abandonaban el barrio. Y si lo hacían, el tronco y las raíces quedaban estacados para las próximas ardillas gustosas de habitar en mi barrio, en mi cuadra, en mi territorio.
De modo tal que conozco muchos tipos de baldíos, y no deseo que ahora pongas esa cara, porque es la verdad, casi tengo en mi mente cansada un gran y colorido catálogo de baldíos. Podemos clasificar los baldíos de acuerdo a su ubicación en las manzanas. Baldíos en las esquinas, baldíos en el medio de la cuadra, atrapados entre casas, y por último, estos siempre fueron los que más me gustaron, baldíos que cruzaban como una calle toda una manzana. Baldíos rodeados de casas pero con dos vías de acceso. Baldíos que comenzaban en la cuadra anterior para terminar en la posterior.
Baldíos como los del niño atravesando el pequeño baldío formado entre dos casas antiguas. Baldíos donde la basura es arrojada desde autos y desde las medianeras de las casas vecinas. Baldíos donde se acumula la basura, el óxido, ladrillos abandonados, latas, bolsas, yuyos y grandes cantidades de tierra que forman esas dunas ideales para formar trincheras.
Baldíos que ganamos, baldíos que perdimos, y la eterna y concreta sensación de que los baldíos están condenados a extinguirse. Los baldíos como la tierra de nadie donde sin querer, casi sin desearlo, un día asoman desde la esquina un gran barco que, surcando mares de cemento arriba y conquista, sin el menor reparo, las únicas huellas de la vida fuera de los cubos y el cemento caliente que nos rodean.
Los baldíos como los lugares de reuniones, de desencuentros. Los baldíos como islas llenas de tesoros arrojados por los vecinos: una silla sin una pata, una antigua estatua con el tabique roto, hasta a veces llamábamos al forense del grupo para identificar los cadáveres de mascotas obsoletas.
Ahora que lo mencionas, sí, éramos esa especie de cazadores de tesoros, de basura. Éramos los piratas de los baldíos, y normalmente nos disputábamos los nuevos botines con los piratas de los otros barrios, y las dunas, las trincheras eran todo lo que necesitábamos para el perfecto lugar de combate.
Pero por la ventana vemos al niño. Lo ves? Caminando bajo la sombra de la pared. En su mano lleva una cámara fotos, o una parte oxidada de una antigua y completa cámara de fotos. Dispara infelices y fantasmagóricos flashes a un grupo de insectos, a las costras de cemento de la pared, a las cáscaras de la blanca casa en sombras y atardeceres.
Y las sombras se estiraron un poco, verdad? Las sombras ya casi son parte de las otras sombras, de las sombras de la noche, las sombras de los baldíos que nos asustaban, que nos hacían regresar a las casas. Las sombras de la cena, las sombras que llegaban a nuestra mente con copia oculta, para instalarse durante las noches en los baldíos y descansar durante el día.
Los baldíos conquistados, los grandes continentes de tierra y basura se convirtieron, de a poco, en pequeños islotes, en regiones separadas. Luego desaparecieron. Y a partir de ese momento dejamos de ser niños, para siempre. Casi como el pequeño de enfrente, con esa esperanza y alegría con la que se cruza un nuevo baldío anocheciendo. Tan estúpidamente cerca de las paredes. Sí, ya sé, pero no podemos hacer nada. Los baldíos a veces necesitan de ese forense que identifica los cadáveres colocados a propósito o sin querer. Los baldíos a veces resultan ser ese sitio peligroso que nos juran nuestros padres.
Pero no, no te alteres, es un pequeño ruido junto a un apagado grito y ya está, y sí, el polvo llega hasta acá. Ensordecedor, no? Calma, en serio, tal vez este sea el único consejo que te pueda prestar: La muerte es ese mail en cadena que cuando llega nos parece personal y único, pero que ya ha sido enviado a todos, con copia oculta.