Una inevitable idea de muerte corría por su mente cansada. Eran las 9:19 de un día Jueves, y unos débiles resplandores verdosos asomaban a través de los árboles negruzcos. Unos cables con unos brillos blancos colgaban a su alrededor, como si sostuvieran todo el mundo que la rodeaba. Todo el decorado de atrás avanzaba repetidamente una y otra vez, mientras ella no tenía ni que pensar en caminar, en avanzar. El mundo era esa aburrida y constante cinta transportadora, y ella era esa valija de aeropuerto extraviada, esperando su hora de ser tomada, recuperada por su dueño inconsciente.

Una inevitable e invariable idea de muerte crecía con fuerzas en su mente, y las calles parecían angostarse, y los edificios cerrarse, y el ambiente se volvía sofocante. Los árboles consumían todo el oxígeno y por las acequias nadaban todos los desperdicios dejados al pasar o arrojados desde las ventanas de los segundos y terceros pisos de los edificios manchados y agotados.

Algunos autos calientes y destartalados se movían en zig zag como patéticos insectos luminosos y el asfalto derretido emanaba ese olor a muerte y a decadencia ya pegado a sus ropas, ya imposible de ser quitado de su piel. Ella era esa valija sucia, gastada y con olor a esa goma opaca de la cinta transportadora del aeropuerto de las 9:19.

El olor de la ciudad, el cemento, no se iban, permanecían para siempre, aferrados al cuerpo. Cada vez que salía a la calle regresaba a su casa llena de polvo, llena de olores de desperdicio y gomas de autos y caños de escape y cemento caliente y baldosas sucias y árboles apagados y muertos.

Por eso tal vez su inevitable idea de muerte crecía, y latía, y era lo único que translucía su cuerpo gris. 9:19 y el paisaje mal pintado sobre cartón pasaba constantemente detrás de ella, y las rodillas de la vieja ciudad temblaban, cansadas, débiles, sucias, y los huesos de los edificios asomaban por todos lados, y el cáncer del humo había consumido a todos los árboles y plantas, y el cielo no se veía. En cambio, todo arriba era un pesado colchón gris que colgaba pesadamente sostenido por la punta de los edificios.

9:19 y ella era esa valija gastada, girando eternamente por la cinta transportadora de este aeropuerto donde nadie pasaba, nadie viajaba, nadie arribaba, nadie vivía.
Ella era el pequeño dibujo quieto pasado una y otra vez sobre ese pedazo desprolijo de cartón pintado por manos poco hábiles, y el colchón negro caía lentamente, desinflado, descolgándose de las agujas y terrazas de los edificios. Ella era una y otra vez lo mismo, y el fondo era esa eterna cinta de moebius por donde ella giraba eternamente, de un lado hacia el otro, siguiendo esa extraña curvatura que cambiaba el lado de las cosas, que negaba la existencia misma de la coherencia, que imposibilitaba la creencia de una vida sana, recta, o arbórea, llena de ramas por donde esparcirse, llena de ramas para desparramarse sobre ellas, para equivocarse y elegir otros caminos una y otra vez.

Un olor a muerte la inundaba, por eso, para acompañarlo, para tener suerte, para encontrar ese dueño que sólo quería la valija gastada para arrojarla a la basura, decidió cruzar una oscura calle negándose el oído y la vista, optando por dejarse indefensa ante uno de esos grandes insectos que chillan cuando una persona u otro insecto de improviso se atraviesa en su camino. Debía haber visto las luces fosforescentes, debía haber escuchado el chillido agudo y metálico del enorme insecto. Pero siguió caminando, hasta que el metal rojizo y oxidado se fundió con su piel, y hubo una milésima de segundo anterior en que el tiempo optó por detenerse( 9:19), en el instante justo en que la cabeza del escarabajo comenzaba a deshilachar su pantalón, en el momento exacto en que se sentía todo el calor y el aliento hirviendo del insecto de chapa, abalanzado sobre dos ruedas contra ella; en el instante exacto en que lejos de ahí(pero nunca es tan lejos) alguien mira una mesa polvorienta que no se ha tocado en años, en el momento justo en que alguien está persiguiendo a su sueño por almacenes y parques; en el preciso instante en que alguien camina sobre pequeños lagos bajo una noche de lluvia; en el preciso momento en que alguien descubre la inevitable realidad de saberse atrapado en C; en el momento puntual en que un monitor que es apagado suspira y unas letras despegan para escapar zumbando hacia otra fuente de luz; en el momento decisivo en que una mujer termina con un salvaje zonda para siempre.

Luego, bruscamente, 9:19 y el tiempo recuperó su ritmo, sus latidos, volvió a respirar y el auto pasó salvajemente, y se perdió en la noche eterna y grisácea, mientras ella descansaba para siempre su sonrisa posada en las 9:19, en ese camino caliente y gris, en ese alquitrán que cubre toda la ciudad y que nos quita la abstracta idea de que bajo esa costra de muerte aún queda tierra de verdad, vida de verdad, justo ahora, a las 9:19.

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