La segunda vez que la ví fue en la vidriera de una librería. Me dijo, sin que se lo preguntara, sin que la mirara casi, que "las personas se paran en las vidrieras para ver su reflejo tocando todas las cosas que desean, su imagen superpuesta sobre la ropa, sobre electrodomésticos, autos, y en este caso, libros.

Sonrió al cielo, todavía no entiendo por qué, y sus pasos la llevaron flotando por calle San Martín, hacia el norte. Algunas gotas de lluvia comenzaron a caer y la perdí entre el ruido del centro.

La tercera vez la crucé en una plaza. Yo iba, como siempre, apurado hacia el trabajo, caminando rápido, como un niño que recién aprende a caminar y a la vez como una viejita que se desliza hacia el supermercado antes de que cierre, con pasos cortitos pero repetidos, ecos en semifusa por las baldosas de la plaza.

Ella miraba un árbol desde un banquito torcido. Tenía un libro en la mano. Nunca pude ver el título, nunca pude acercarme a mirar la ilustración, la editorial. Esa vez, distinta de la anterior, el sol caía un poco horizontal entre las ramas y el pasto y las zandalias de los turistas. Me detuve en un bebedero para hacer tiempo, para mirarla un rato más. Saqué un auricular de mi oído tratando de escuchar su respiración, o para ver si cuando me alejaba, de espaldas, ella me llamaba.

No se cómo, pero sé que sabía, se que sabe, mi nombre. Yo sé el suyo.

La primera vez que la ví fue en sueños, y al saludarla le dije cómo me llamaba, y ella me dijo cómo se llamaba, y nos pareció gracioso cómo sonaban los nombres juntos.

Sobre...