Asomo mi cabeza desde el interior de un cajón de una mesita de luz. A mi lado, cerca de mi cuello, un sobre y unas revistas sobre aviones militares. Una medalla antigua y dos balas de plomo y una foto en blanco y negro, una captura de pólvora, de plomo, de dos soldados heridos en combate, inconscientes, sobre un cielo manchado y el barro de una trinchera inundada.

Acerco mi boca al sobre, estiro la lengua y el sobre se adhiere con poco esfuerzo. Pierdo foco por esa cercanía de objetos al ojo. Lo sacudo un poco, es difícil despegarlo. Muerdo una orilla húmeda y amarillenta. Arranco una tirita y ahí está, adentro, un papel apenas más blanco que su contenedor asoma una punta. Una carta.

Miro la medalla, no alcanzo a leer las inscripciones. No importa.
Trato, apurado, de abrir el sobre. Inútil. Unas manos exteriores, certeramente ajenas, cierran el cajón con fuerza y apremio y casi aplastan mi nariz. Vuelvo a la penumbra y a la humedad de la madera que se sabe vieja. Por mientras, para entretenerme, mordisqueo una jugosa tira de sobre que se deshace en mi boca, esperando el próximo descuido del dueño de la oficina para abrir nuevamente el cajón, para respirar con mis pulmones ficticios, pero sobre todo para ver quién me escribió esa carta, y por qué.

Sobre...