Resbalo. La superficie orgánica retiene mi espalda unos segundos. Un cuadro cerca de la ventana asoma unos bigotes oscuros de una cabeza blanca inconfundible, patética.
La respiración artificial anuncia su despertar, y el plástico tubular junto con cables aceitosos interceptan diversos lugares de la piel. Algunos se zafan, pero los bigotes del cuadro siguen asomando, jugando una inverosímil escondida entre el fondo sepia y amarillo.

Un brazo que casi por reflejo se sacude y va a dar contra una mesita de metal. Un dolor agudo, la existencia de un leve adormecimiento y los tubos y el plástico brillan por entre las sábanas que fantasmagóricamente cubren un poco mi cabeza, un poco mi hombro.

La exacta incredulidad de unos bips secos, intermitentes en la sequía de la vía auditiva arrojan una llave de paso a la vía láctea que nace en mi estómago y se desparrama por el suelo. Un aparente abrir de una puerta, unas alpargatas mugrientas sobre los tubos y los cables y los bips y la sábana manchada. Un gran paso entre la vía láctea que se extiende con blancos y rojos y un sueño de una cena decente por el piso blando.

Un suspiro rueda por la habitación, y el hombre de los bigotes penosos mira, incrédulo, desde una múltiple ventana, desde una arista, desde una bifurcación que permite admirar una realidad pasada y una presente. El hombre de bigote dudoso sobre fondo sepia, y alguien que casi tropieza al salir de la oscuridad al pasillo.

Pasos. Bips. Un poco más de la vía láctea sobre las tráquas plásticas. El exoesqueleto se desarma y el museo estático se destruye y las piezas se derrumban y ruedan por el pasillo y las luces se encienden, y las máquinas y los bips se apagan.

Sobre...