La noche de la mañana

Amanecer a oscuras. Salir a la calle y entre oleada de frío, y entre autos cortando el viento, sentir que, en la noche de luna, bien podría tratarse de la hora 20 y no de la hora 8. Aromas de panadería, los colegiales caminan tropezando con las baldosas.

En la noche de la mañana me escurro sin pensar mucho. Sueños que comienzan a brotar, imagenes de vapor que se figuran y desfiguran en el piso, y las voy pateando con pasos firmes que me llevan al trabajo diario. Crear, borrar.

En sueños tuve una pelea con alguna especie de deidad griega. Se burlaba (con razón) de mi insignificante persona. La pelea se disputaba en el patio de mi casa, y el dios, o más bien semi dios, peleaba arrodillado, y su cabeza de nariz angulosa tallada en mármol y su barba grisácea coronada de gaviotas descendían para hablarme, para decirme que el Dios superior y abarcador, el que dominaba todas las esferas y agrupaciones de deidades, el Ser Supremo, había hecho de mí (por lo tanto de todo especímen humano) una suerte de burla universal, y que todo lo que mi mente contenía no era más que un laberinto ridículo producto de un mal trato con el de arriba.

Seguí caminando y la curva del sol comenzó a aclarar las sombras inescrutables de la calle. Otros sueños más, vendrían atropellándose, durante mi trayecto, y los seguiría pateando, tirando a un costado, arrojándolos a las acequias.

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