shorar

Llegué del trabajo con mi pullover gris, una camisa a finas rayas
blancas y celestes, pantalón azul, campera.
Había sido un largo día laboral, muy productivo. Era viernes y estaba
solo. Solo en serio. No como cuando uno dice "estoy solo", por decir
algo triste. Estaba solo en serio. No tenía nadie a quién llamar, ni
visitar. No tenía nada. Sólo tenía mi casa, mi heladera vacía, mi
mesa de luz, mis zapatos.
Entonces me senté en el borde de la cama, mirando al este, once de la
noche y me quité los zapatos.
Hice la cama, descalzo, con extrema prolijidad. Ordené algunas cosas
en la habitación. Apilé unos libros. Me senté en el borde de la cama,
descalzo. Me tapé la cara con las manos. La luz del living entraba y
se intrometía entre mis dedos entreabiertos. Sentí mi pecho estallar.
Me quité el pullover y la camisa y los doblé obsesivamente sobre la
cama de al lado, como si me fuera a ir de viaje mañana. Volví a
sentarme, esta vez frente a mi ropa ordenada, mirando hacia el oeste.
Y comencé a llorar. Mi cuerpo se sacudía hacia adelante y hacia
atras. El diafragma sin piedad. Los ojos estallaban. Las lagrimas una
tras otra, en la sucesión de eventos en mi cabeza. Las lágrimas
frente a mí mismo. Llorar y llorar. Una o dos horas. Con la boca
torciéndose y el mentón frágil. Toda mi fuerza apagada, todas mis
ganas de vivir en el piso. Llorar hasta renovarme. Llorar hasta
descubrir mi condición de hombre. Preguntándome cuántas personas
están llorando conmigo en ese momento.

Recuerdo esa noche extraña todos los días. Ese instante de máxima
debilidad, sinceridad, aislamiento y comunión. Como tantos otros.
Como todos esos días viernes que no puedo evitar llorar y
preguntarme: Cuántos están llorando conmigo en éste momento?


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