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Extraigo cuidadosamente la foto del ropero, justo detrás de la caja de mocasines.
El olor de los sobretodos me voltea. Humedad. Pasado. Oscuro porvenir.

El arbol familiar pintado en la foto, y sus ramas raquíticas y sepia que tienden sus dedos tratando en vano de abrazarme, de atarme a esa época. Siento el cruce temporal, escucho los quejidos de las almas atrapadas en ese instante, en el patio de la antigua casa, un aparente dia de otoño. Abrigos, bigotes, pantalones largos, pelos cortos y prolijamente acomodados en la cabeza.

Y una oscuridad abismal en sus ojos. La oscuridad del tiempo infinito alojado en el papel. Muevo el indice, por la foto, recorro sus caras, dibujo sus ropas, toco sus bigotes, sacudo las hojas de los árboles, y comienzan a caer, lentamente. Giro el dedo y una nube rueda, marrón, turbia. El tío Carlos me mira con esa cara obtusa, ajena, sintética. Empujo un poco a la abuela, la muevo más cerca del limonero, casi sobre el charco de agua. Ajusto el cinturón del abuelo, junto unas flores de la enredadera para Amalia y las dejo en su regazo, sobre la hamaca.

Guardo la foto detrás de los zapatos. Escucho murmuros, lamentaciones, ruidos de almas atrapas en un segundo de tiempo, en un trozo de papel.

Sobre...