cuadro con nubes

Nubes gordas, infladas, con sobrepeso rodando apenas sobre mi cabeza.
Siempre estiro el brazo para arañarlas.
Siempre soplo un poco para empujarlas. Demasiado gordas.
Una nube tiene la forma de mi madre. Una nube no parece una nube, parece un coliflor. Otra una oveja, pero muy gorda.
Una nube parece Australia. Otra se asemeja a Tucumán. Una es, no hay duda, una tutuca gigante, esas que son más bien crocantes, que tienen mucha azúcar.
Una de esas, tal vez la más grande de las que puedo ver, quiere emular la forma de una ballena o cachalote. Una es una isla llena de helechos y plantas salvajes. Otra es un poroto germinando sobre otra que es algodón.
Al sur, lejos, se ve una que podría ser un conejo sin una pata o un soldado nazi pidiendo refuerzos. Una parece una máquina voladora, un barco a vapor manejado por ángeles, por muertos, por espíritus, para jugar un rato, para pasear por ahí, para dar una vuelta, a ver qué onda.
Siempre imagino a mi abuelo apoyado sobre la baranda de esa nube, mirando al horizonte, navegando el cielo, con sus ojos brillantes, la mano sobre la frente tapando la luz del sol. Supongo que tiene la misma ropa, una camisa a cuadros, un pantalón marrón, gafas, un reloj. Lo que no puedo hacer es imaginarlo calzado. Tal vez con unas medias finas, azules, pero nada más.
Mi abuelo mira fijo la nube-ballena, que nada cerca del barco, como una imagen borrosa, como la imagen superpuesta de todas las ballenas que vimos o soñamos o imaginamos, todas juntas haciendo ese remolino de nubes gigante, lleno de grumos, que acompaña a la tripulación de antepasados hacia otras costas, hacia otros cielos, mientras el día pasa a ser tarde y la tarde, con un suspiro, con tristeza, pasa a ser noche.

Sobre...