Hubiera valido la pena zafarse. Los nudos mal hechos, pero para qué desatarse, si era mejor así, ser rehén del asunto, estar rodeado de esa capa de incomodidad.
Entre la cinta de embalar encuentro cierto cobijo. Las horas predestinadas sufren imposiciones, unas se montan a otras, y arruinan lo que debió haber sido un plan perfecto.

La inoperancia del señor maquinista, justo ahora tratar de frenar, y por qué chillan tanto las ruedas, y por qué el metal chispea sobre esa negrura de la noche, los vagones no van cargados, y puedo disimuladamente saltar hacia el campo poblado de estrellas.

Alguien creyó que, en la perfección de las nubes se encontraba el secreto de la vida, la explicación formal del desarrollo mental. Ahora, el frío chupa mis huesos y se lleva todo intento de piel. Tiré las botas por ahí, entre matojos de yuyos, los nudos los conservo, miro las estrellas, y es triste extirparme esos suspiros vaporosos en la oscuridad, y no tener la respuesta frente a los ojos, los labios tiritando frente a mis labios. Ni siquiera los otros fantasmas de suspiros, de vapores invernales que se desmigajan como algodón entre las manos, entre el tiempo.

Patear la tierra, apisonarla. Al maquinista no le fue tan bien. Al que hizo los nudos de los pies tampoco. Los recorridos de ahora en más serían trazas en perspectiva sobre un mundo empecinado en girar en el sentido contrario a mis ideas.

Tropezar constantemente era prueba irrefutable de ello. O tan sólo los años, que corren, pero no corren. Los años se multiplican y también, como los días, como los vagones, como los pastizales, se apilan hasta que se desploman por su propio peso, o se secan como libros amontonados y dejados a merced de las inclemencias climáticas.

Tuve que pagar todos los pasos que dí sobre terreno húmedo, y la vida nunca fue eso que aparecía escrito o pintado o cantado por ahí. La vida, me juraron los medicamentos, era una vida a largo plazo, una vida tirada por bueyes muy lentos, algo sordos y pesados, sumamente pesados.

Necio, estúpido, siempre impreciso, tratando de atinar a saltar esa zanja que a fuerza humana siempre resultaba más larga que la suma de mi fuerza más mis piernas.
Quise cruzar los dedos. Me había olvidado los nudos. El calor de las casas incrustadas entre el paisaje campestre me llenaron la boca de saliva: comidas casera que esperaban para deshacerse en mi paladar, y mis ojos seguramente fijos en el plato vaciado y llenado varias veces. Luego vendrían, con el tabaco y la chimenea, las explicaciones, los avisos, las historias.

El fuego ayudaba al engaño, y en cierta forma había adquirido la habilidad de moldear las sombras a mi historia personal, o al revés, no importa. Se sabe, se entiende, que todo movimiento resulta creíble si las sombras pueden imitarlo de forma olímpica.

Podría haberte recordado, podrías ser uno de esos personajes en la historia que se contará esta noche, frente a los trozos encendidos de árboles. Pero entre el humo, la corteza, los nudos, los trenes, la muerte, las manos, olvidé a todos, olvidé todo por un segundo, y ese segundo se propagó eternamente.

El tren, de lejos, todavía en la noche se oye, y no puedo decir que se ve, aunque allá, recortado contra las últimas estrellas se observa un hilo plateado de humo que es como una sonrisa que regala la noche, o como un sombrero para los árboles y los pastos y los animales que duermen ese sueño que no tengo, que por más vueltas que le de al asunto, no encuentro.

Sobre...