Ambiente/

Parecía el rudio de la motocicleta que pasaba ardiente, o el zumbido de la luz parabólica. Era la guitarra estroboscópica en el fondo de la canción, en el fondo de mis auriculares, en sinchro con el andar por las rutinarias veredas de Las Heras, esta vez de medianoche.
 
Entre el ida y vuelta del flanger titila la sonrisa forzada de la dama de la televisión, la misma actriz que parecía siempre naturalmente sobreactuada en esas series de nueve de la noche. Esta vez la había visto sentada en una banqueta contestando preguntas estúpidas (pero no menos interesantes) y ostentando la humildad de sus guillerminas blancas. Pareció otra cosa, y no podía evitar mi sonrisa inconsciente, porque increíblemente supe que podría estar muy cerca, que se parecía más a lo que podría haber pensado sobre ella. Que el detrás de esa pantalla es allá, y no es tan lejos. Que podría conocerla en un cumpleaños, tal vez algunas semanas después de romper con su tenista novio.
 
La guitarra sigue y sigue, slow motion. Tener una remera de una banda y escuchar y cantar los temas por la calle es demasiado, pensé, pero eso no me quitó las ganas de enajenarme. Cuando el flanger mermó, ya estaba en casa, componiendo.
 
Yo me estoy yendo a dormir con mi almohada-oso, con un par de pocitos a cada lado de mi boca, cuando todos están a punto de explotar. Vaya vida, la vida solitaria!
 
Todo es místico, hasta que recuerdo el decálogo de sandeces que he escuchado y leído los últimos tiempos. Dura unos minutos y se vuela con el cerrar de mis ojos y la cadencia del ventilador...

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