deja vú de 22 horas

Entre las horas y las horas del domingo yace la esperanza entre la desesperanza. El café con leche no basta, mi voz ronca quiere hablar, quiere tomarse un taxi. Canto y las paredes devuelven gentilezas. Entonces viene el deja vú de ruido de platos en la cocina, como una navaja que hiere, el disco ya escuchado. Conozco estos ciclos peligrosos como la palma de mi mano. La noción de ruina, la sensación de espesedad, el aire del patio avivando las cortinas.
 
El instante pasado es clonado y reavivado con el incienso que emana la primavera en la noche. El instante pasado es ahora un colchón de voces y risas por la casa, es calor ajeno en la piel. Muta incesantemente en preciosas y nuevas postales. Estoy durmiendo y despierto en medio de la noche acurrucado, las ventanas abiertas de sol a sol, el aliento vecino y entrañable, los rincones de la ciudad marcados con cruces rojas: la plaza España, la calle Patricias, los portones del Parque.
 
Me quedo dormido mientras atardece, y es inevitable el sueño venidero, que no es un sueño sino un ojo vigía. En el sueño no hablamos, compartimos. Yo estoy ahí espectante, no interfiero en los momentos. Estoy en el centro, después en un pueblo fantasma de La Pampa, después en mi casa.
 
Despierto en mi cama con la boca seca y los brazos abiertos, la reverberación del sueño me envuelve e ignoro detalles del mundo circundante. Por unos minutos pierdo la noción de temporalidad y de realidad, y quiero volver a entrar. Estoy seguro de cosas que no son verdad,  una vez más. Dentro mío el corazón y los pulmones, rotos, a las puertas de un milagro mentiroso más. Cada cosa que no hago, cada segundo queda para la posteridad como un "Qué hubiera pasado si...?". No es de otra manera, estoy inmóvil, indefenso, desocupado y abierto.
 
Venga, valiente!.

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