Primero realizó un gran intento por quitar esa nube polvorienta que habitaba en su mente. No pudo lograrlo instantáneamente, pero, poco a poco fue despejando el cielo de sus ideas, y algunas tal vez brillaron, aunque fuera por un instante.
Luego, cuando la nube hubo de posarse en otra zona de su mente, resolvió comenzar a diagramar, como quien construye fortalezas, sus excusas y sus motivos.

Era tarde, muy tarde. Frente a la pantalla amarillenta, algunos insectos revoloteaban, seguros en una luz tan nueva y tan vieja a la vez, que les daba ese calor innecesario en esta época del año.

A lo lejos, tal vez en algún edificio de la zona, podía escucharse el sonido vibrante de un televisor. Un televisor encendido, pensaba, era algo que ya no hacía falta. Uno, con cerrar los ojos, podía fácilmente imaginar cualquier tipo de programa o publicidad televisiva.
Pero, la verdad, y sólo la verdad, a él en particular, no le interesaba. Perder el tiempo era ahora algo que debía hacerse con cuidado. Perder el tiempo como un ritual diario, cuyos ingredientes mágicos eran apenas unas pastillas, y bueno, un monitor.

De modo que, listo, y sobre todo, lleno de esas pastillas, comenzó a escribir lo que parecería ser una suerte de carta a alguien apegado. Una carta, para no olvidar aquella antigua palabra, que comenzaba a desaparecer con el correr de los años. Y la verdad, los años habían corrido mucho, y muy rápidamente.

Y el posarse de los insectos en el monitor era tal vez razón suficiente para seguir escribiendo. El suave murmullo de las alas y las antenas y las patas, y las pequeñas bocas y los pequeños dientes, modificaban de forma increíble la forma en que uno vivía.

Él sabía esto, y mucho más, y pensaba que sí, que estos insectos pegados a una sucia pantalla decolorada otorgaban más salud y más experiencias que toda una vida frente a aquellas cosas que en otro tiempo se denominaran personas. Los insectos, las teclas, el monitor naranja: fuera de eso, oscuridad total, como si las luces no tuvieran ningún deseo de encenderse, como si apagar las luces sirviera para espantar el calor y todo lo que se encontrara en ese misterioso detrás.

La carta, volviendo, era apenas un esbozo informal y desprolijo de lo que seguramente hubiera sido una carta en otro tiempo: unas líneas apretadas, tipografías modernas, con patas largas como los insectos de los monitores, y un color grisáceo como cualquier abdomen de cualquier mosca. Las patas de insectos dibujándose en el monitor, junto al ruido del rebote constante de teclas, llenaban de sensaciones su mente lejana, distante, lejos aún de su cuarto, lejos de todas las cosas que lo envolvían. O de todas las cosas que él envolvía. Los límites eran inciertos, y en qué punto exacto él comenzaba a ser la computadora, o en qué momento el teclado dejaba de ser teclado para comenzar a ser su mano, era algo que pasaba inadvertido. Valdría decir que en esa luminiscencia naranja, todo era más o menos una sola cosa. Incluso los insectos revoloteando por la pantalla.

Las letras que corrían pixelares por la pantalla dibujaban inquietantes ideas, ideas traídas de algún lugar oscuro de alguna mente oscura. Y el texto, en suma, carecía de sentido. La metamorfosis de la pantalla blanca a la pantalla llena de patitas era un pestañeo en el tiempo y el espacio. Y las ideas que de ahí surgían comenzaban a ser un esbozo de la última idea que tendría, aquella que lo cambiaría todo.
Entonces, las relaciones entre los insectos, las patas, las letras, y el brillo del monitor desataban nuevas configuraciones, que, usando de conectores los ojos y las puntas de los dedos, llegaban hasta el cerebro. Las configuraciones desatadas, eran pequeños soles y pequeñas galaxias, y parecía que las letras formaban toda la materia con la que estos pequeños universos se construían.
Las letras como átomos, como aire, como vacío, como nebulosa danzando lentamente en su mente. Las letras como fórmulas químicas de todas las cosas existentes y posibles de existir.

Cada posición de las letras determinaba nuevas relaciones, y el tiempo se iba consumiendo, flotando lejos de las húmedas paredes, flotando hacia el eterno azul del techo.

Nuevamente, como ya alguna vez se observó, el cielo era el techo, y el techo el cielo. Las ideas consumidas, estrellas quemándose lejos, arriba, en la profundidad. Y las letras, emergiendo del blanco, eternamente, despertando, asomando de una sábana blanca, radiactiva, fosforescente.

Y él, conector entre lo real / pixelar, escribiendo, más allá del teclado, más allá de la mente. La simbiosis entre una cosa y otra, la carta dirigida a la persona que era todas y era una sola.
La carta, lentamente, carente de más ganas de seguir, cansada de crecer de izuiqerda a derecha y de arriba a abajo, terminó.

Luego de eso, silencio, el suspiro de la máquina, el descanso del teclado. Algunos insectos que miraron, y dejaron por un instante de revolotear, y la rara sensación de que eso era el fin de todo. Un "su mensaje ha sido enviado", seguido de un ruido seco, y un apagarse de toda luz naranja, dejando sobre los insectos y la pared una fosforescencia verde que no se quitará fácilmente. En la oscuridad, los insectos comiezan a volar nuevamente, con un poco más de frío, pero sabiendo que tal vez, cuando el mensaje llegue a destino, no queden más posibilidades de volar.

Lejos, las personas, ni la menor idea.

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