Te vi en un sauce, en Pedro Molina y San Martín, y vi cómo el frío te arrugaba las manos, cómo las frotabas contra el saco mientras la ciudad dormía indiferente. En eso apareció un muchacho, con el pelo ebrio de viento y la sonrisa olvidada, como si no fuera parte de la historia, como si tu camisa no fuera la de antes. Desde la ventana poco se puede hacer (gritar de un décimo piso no es algo que suela hacer). El espectáculo me era familiar: la cintura, la nariz roja, la mochila, la bufanda. El muchacho nervioso como solo se está nervioso en mayo, cuando los estudiantes viajan a casa en colectivo y llenan los asientos de gritos y comentarios triviales, y uno se abstrae en la humareda del pensamiento y el paisaje urbano. Nervioso porque su voz nunca había sido escuchada, porque frente a él, sentada en la baranda que separa la vereda de un olvidado zanjón, estaba la mujer que lo había descolocado, que lo había dejado ahí, absorto, tantas tardes sin saber qué hacer. Y no sabía si era una mujer. Yo los vi rodearse de territorio, invadirse en almas, reír de nada. Rozarla a ella con su inocencia y ella mover las fichas, tejer. Algo se dijeron, vi sus labios moverse, los vi abrazarse por primera vez (él con su saco que le tiraba los codos, haciendo fuerza para vencer el talle, para rodear su talle). Ella tal vez pensando en sus historias, mirando a todos lados sobre su hombro. Los vi quedarse y esperar el colectivo que pasó mil veces y que nunca quiesieron ver. Los vi mover sus cabezas, tomar sus manos mirando de reojo a los transeúntes. Los vi hace mucho tiempo y era mayo, frío como hoy. Que será de ellos. Que será de su saco.

Sobre...