DOMINGO

Despierto, y es como una aguja atravesando mi cabeza, de derecha a izquierda. Una frazada se descubre en el piso, gracias a ese cambio de temperatura que –jura el termómetro- ocurre de la noche al día, o de la madrugada al mediodía.

El color que se disipa por las noches vuelve, y los aguijonazos siguen marcando los segundos, y ya casi es fácil imaginar-mientras me levanto de la cama- que los minutos y las horas serán celebrados con pinchazos de mayor intensidad.

El despertador rojo sobre la mesa de luz pide cuerda, y un libro marcado con una mendobus, pide un poco más de atención. Una zapatilla se esconde entre unas revistas prestadas, y sólo se delata por un cordón desertor que opta por asomarse entre el papel polvoriento.
La ventana se mantiene semiabierta, para dar paso a una parte de la luz del día, para obligarnos a dormir más de la cuenta, y el azul de las paredes recibe un parcial rayo de sol, que juega lentamente de derecha a izquierda.

La puerta, cerrada para mantener los sueños revoloteando por la habitación, se abre repentinamente, y espero que sea esa mirada sostenida por ese cuerpo, con los que estuve en mis sueños. Pero, a modo de castigo, la mirada es otra, sostenida por otro cuerpo, y los sueños que todavía habitaban mi cabeza, vuelan hacia el pasillo, para escapar por alguna ventana mal abierta.

Hora de caminar torpemente por la calle, con unos finos y apenas cálidos rayos de sol tiñendo mi buzo y ajustando mi ceño, y esa incomparable soledad de día domingo a las 12 a.m. Después, sólo después, todo parece volver a la estabilidad de siempre, pero mientras, un extraño perro se cruza en mi camino, y una señora barriendo, la escoba flaca y gastada, como la mano que la esgrime, dibuja una extraña trama en la vereda, y decido cruzar la calle, para ver si ahí, en la vereda de enfrente, estás, con el abrigo necesario, con la sonrisa cercana, con la mirada distante, y con ese aura que dice tanto, pero cómo te explico, cómo puedo decirlo.

Espero, y creo ver, sí, a mi sueño escapar hacia una tienda cercana a la esquina, y casi corro, casi vuelo, empujado por otro viejo sueño de un anciano en silla de ruedas, que al parecer decidió quedarse dormido en la puerta de su casa. Y el vuelo es suave, y me deposita casi en la tienda de la esquina. Y sí, conozco la gente, y conozco la poca luz del lugar.

Busco, en la oscuridad, entre los vecinos, mi sueño, tu sueño, pero creo sentir apenas el suave repiqueteo de la campanita de la puerta, que anuncia la entrada y la salida, y estoy seguro que después de marcar una diferencia importante en la balanza donde se estaban pesando los tomates, decidiste salir nuevamente, hacia el semicalor de afuera.

Trato de moverme ligeramente, pero esta vez es como en los sueños, todos aceleran menos yo, y mis pies insisten en patinar en un cuasi loop sobre una baldosa reseca y quebrada, y creo que el sueño tomado de la mano de mis esperanzas comienza a alejarse. Puedo ver que en la esquina, cruzando una calle, pasa por encima de un Fiat rojo, y casi desaparece detrás de la florería, pero lo piensa dos veces, y decide tomar a la izquierda, cerca de donde el zapatero se encuentra hablando sobre la hija del verdulero con el hermano menor del carnicero.

Y ya parece que me estoy alejando demasiado de mi casa, y de mi objetivo. Porque el sueño se pierde en un parque, y de nuevo, dentro del parque, espero verte asomada entre un árbol nudoso, o allá, detrás de esas flores. Pero no, de nuevo, negación, como esos sueños donde el inconsciente decide sabotearnos y burlarse de nosotros, para ver cómo, por qué. Y sigo, ya que estamos, hacia el pequeño estanque de hojas secas y peces muertos. Y ahí mismo parece que te has detenido, en el medio, para bailar, posada en alguna ramita, o en una lata oxidada. Como sea, en tu indecisión, decido llamarte, convocarte. Nada.

Decido comenzar a gritar, y decido que no me importa la gente que se acerca trotando para alejarse corriendo, por que, admitamos, a nadie le gusta ver a un pibe llorando en la orillas de un estanque semipodrido un semidomingo de semisol.

Y espero la respuesta, tu respuesta, y cierro los ojos para recordar miradas, para acercar distancias, y para abrazar un poco más tu sonrisa, que casi se pierde con el fondo oscuro e inmaterial del sueño. Y abro los ojos, para esperar que estés ahí. Pero las lágrimas no ayudan a hacer foco. Cierro una puerta, esperando que al abrirla nuevamente, la imagen se funda con tu presencia.

Lo intento muchas veces, hasta que funciona. Estás, del otro lado del estanque, sentada sobre una pequeña colonia de hojas secas y caídas, y mirando con esa sonrisa que marca unos finos paréntesis en tu rostro, y tu nariz que no se atreve a hacer mucha sombra, y los ojos profundos que miran dentro de mi figura en blanco y negro.

Y después, para terminar hablamos, y para terminar prefiero no hablar más y mirarte fijo, esta vez más de cerca, y decido que la gente que se acerca corriendo y se aleja trotando tampoco me importa demasiado. Decido, como quien tiene muchas llaves y muchas puertas a su alcance, abrir mis ojos totalmente, y mostrarme totalmente como soy. Decido que sos acreedora de todo lo que soy, y que podés pasar a cobrarlo inmediatamente.

Despierto tiritando, con los ojos duros y doloridos, en la orilla del estanque. Ya el sol se encuentra más abajo, y la horizontalidad de sus rayos genera colores naranjas que tiñen todo lo que veo. Lejos, arriba, en el gran naranja, las nubes juegan y se juntan para aparearse y dar a luz nuevas formas. Y a pesar de la distancia, pareciera como si el cielo hubiera descendido varios escalones, o tal vez yo crecí varios centímetros. Y casi estiro el brazo para agarrar un manojo de nubes, pero esta vez decido que sí me importa la gente que se acerca caminando, y los dejo que se alejen caminando, mientras, casi a 180 grados, diviso el camino a mi casa.

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