En un bar

Lo primero que se me cruzó por la cabeza mientras la ví atendiendo la mesa de dos tipos morochones y sospechosos (primero lo de sospechosos y luego lo de morochones), fue abrirle las piernas y penetrarla detrás de la barra, o tal vez en la cocina, cerca del humo de las planchas de lomos y hamburguesas, pero no digamos una penetración común y corriente, como esas que se tienen con las esposas (la mía puede dar fe de ello) al llegar del trabajo por las noches, digamos la noche de un martes o un jueves, esos días en los que no pasa nada de ninguna forma, en fin, no un polvo rápido y desprolijo, sino más bien una embestida, poderosa, satisfactoria, de al menos unos diez minutos, o el tiempo en que se terminan de cocinar los lomos, en lo que el cocinero prepara la pizza y la saca para la mesa cuatro, mientras la tele con cable apostada sobre una de las columnas rosadas del bar muestra un segundo tiempo de algún partido, tal vez Hungría contra algún país condenado a desaparecer, pero Hungría no jugaba, ¿o sí?

La imagino, y no me importa si debería o no, si mis hijos, si mi mujer enferma (acaso con más razón) con el delantal levantado, los pedidos cayendo de sus manos crispadas, y su boca abierta, jadeando hacia atrás, mirando un Dios que no se encuentra en el cielo del techo, sino más bien en el cielo de la pared a sus espaldas, sus ojos blancos brillando en la luz fugaz de la cocina, el humo, las ropas que se sacuden, los gemidos que aumentan y los de las mesas que no saben bien qué pasa pero tampoco preguntan, llegaron a ese bar sin preguntarse nada y se van a ir de la misma forma, a lo mejor algún comentario seco sobre los Húngaros que no tuvieron su mejor partido, o al menos primer tiempo, y si el capitán se lesionó, y mis manos apretando su carne con fuerza, y todas mis energías dirigíendose hacia ella con enviones que desatornillan la cocina de la pared, temblores secos del otro lado de la cocina, los cuadros de Molina Campos sacudiéndose, la tele hace interferencia cada vez que ella se corre, la carne se quema en las planchas y el vapor inunda la cocina y el humo y el instinto caníbal se agiganta y sus piernas cansadas de flotar en la cocina, y su sonrisa detrás de pelos pegados de sudor sobre su cara.

Pienso con una sonrisa en la propina más que generosa que podría dejarle. Pero eso ya pasó hace cuadras, el colectivo se desliza por la calle y me acerco (peligrosamente) a mi casa, a mis hijos perdidos en esta ciudad, a mi mujer muerta pero sin saberlo aún, y la moza o el fantasma de ella que todavía me dice algo al oído, algo que me suena (o quiero que me suene) como: "qué hijo de puta has sido, que grandísimo hijo de puta", y su sonrisa imaginaria prendida a mi mente con un alfiler de gancho.

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