II

Soñar despierto es casi como soñar. Brillos metálicos de mañanas nubosas sobre los caños de la cama. La puerta entornada, un rectángulo de luz salpicando el piso. Las sábanas batidas y mezcladas con la piel, un camuflaje típico de domingo.

Los pies, los ojos haciendo foco en ellos como una cámara que recién se enciende, como una imagen que es traída de los pelos a la realidad, o mejor, como una realidad que es traída de los pelos a la vista nublada.

Las manos apretando con fuerza la almohada. Soñar despierto es casi como soñar. Los pies al aire, una corriente suave que se filtra por las persianas de madera. Las cortinas sisean y emiten roces divinos sobre la pared. Chispazos en los ojos, escenas melodramáticas que se desvanecen: los sueños como esos incorpóreos fantasmas que se pierden y desdibujan con la luz del día, con el abrir de los párpados. Pestañas. Beso mariposa. Su hija desapareció. Extrañar es un latigazo de fuego que deja una cicatriz roja y luego negra, y un olor a carne quemada que no se disipa tan fácil.

La habitación resplandece. Una habitación pequeña, una silla cerca de un mueblecito rústico poblado de papeles. Algunas lámparas brotando de las paredes como campanas de enredaderas. Metal lustrado, el pomo de la puerta refleja la habitación bañada en oro. La cerradura promete otro día ameno, tranquilo.

La paz de la mañana llega entre las sábanas, las piernas apenas se acomodan, y nada mejor que pensar, o dejar que los pensamientos aparezcan y desaparezcan, como productos que se publicitan y cambian y mutan, comercial de ideas tras comercial de ideas, con cuál quedarse. La respuesta no es una revelación: con ninguna.

Volvemos a los papeles de la mesa. Algunas hojas están manchadas con vino. Otras probablemente con té o café. Las manchas no son iguales, pero se hace difícil poder distinguir con precisión la procedencia de los salpicones desde esta distancia.

El borde de la cama brilla, un caño redondeado que envuelve su cuerpo. La siguiente lista de cosas no está en su habitación:
Un perchero.
Un lampazo.
Un perro echado.
Una pipa.
Pantuflas.
Una hija.

Pero sí una foto de su hija, sí una escoba, sí un guardarropas, sí tabaco en una bolsa y hojitas finas guardadas en un cajón del pequeño escritorio, sí zapatos, y sí un gato azuloide que se arrebuja entre las ropas colgadas en el respaldo de la silla.

“La mañana miente”, y se tapa hasta las orejas con las sábanas. El cuerpo se sacude, como para cambiar el día, como para acomodarse a la nueva luz, como para deshacer el tiempo y tomar esas migajas y rearmar el puzzle de su vida, reconstruir hechos y acomodar piezas a gusto. “Todos mienten. Al final, todos mentimos. Los días avanzan con una pereza prodigiosa. A veces incluso, retroceden”.

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