Ciudad-Niebla

Las personas, al menos desde calle San Martín hasta 25 de Mayo, se camuflan bajo el humo de las parrillas y el vapor del invierno, un vapor que se queda flotando como telarañas creada por bocas mudas que circulan y se confunden, ropas grises infladas en el frío, y el sol que apenas traspasa la mañana empañada. Pequeños surcos de calor donde algunas sombras vagas se detienen a suspirar, a acomodarse la bufanda, a perder hilos que se arrastran moribundos por la acera.

Los autos silban, los semáforos con sus semblantes verdes, rojos y amarillos fugaces, los locales que suben sus rejas y abren sus cristales, pero dónde están realmente las personas, no esos seres blureados que apenas se distinguen del cemento, sino las personas que activan los mecanismos, quienes cuelgan banderas patrias en los balcones, quienes limpian y adornan las vidrieras, quienes conducen autos de vidrios tapados de vapor, quienes limpian con hojas de palmera las veredas, quienes expulsan humo azul de sus bocas petrificadas.

las personas juegan una escondida primitiva, y nadie parece encontrarse, y nadie se atrave a buscar a otra persona. Como si la ciudad estuviera hecha sólo de niebla y sueños, y las paredes fueran muros de vapor sólido, muros que si los tocamos probablemente nos devoran, pero no los tocamos, porque no hace falta. O tal vez, al menos desde San Martín hasta Mitre, toda la ciudad es una idea nubosa en la mente de alguien, una idea que aparece de golpe, muta y desaparece, sin dejar rastros, pistas, huesos.

La fragilidad de esos fantasmas de personas que se arrastran sin el menor sonido, y que se tocan y rozan y desgarran y mezclan como un café caliente evaporándose hacia un más allá invisible, impredecible, y que sólo el sol puede convertir en personas por un breve instante, sólo si sus rayos llegan hasta la ciudad, si las nubes y la bruma crean ojos para que este pueda observar.

Nacer en Calle San Martín y Las Heras. Morir a la altura de 25 de Mayo, enterrado en la bruma, sudando un extraño vapor frío que se adhiere a la sien y nos tapa y nos oculta entre ese enjambre de fantasmas y niebla. Las luces perdidas, sin faro que nos indique un rumbo de regreso, una costa, una playa improvisada donde asentar un paso seguro, cierto, los semáforos como barcos lejanos que huyen para no regresar, toda la ciudad replegándose y escapando de la vista, el pecho se cierra y las sombras de viajeros y empleados y alumnos se destiñen y la ciudad de algodón se deshace y el pensamiento de esa ciudad, el creador que mata esa idea, la borra de su mente de un sólo parpadeo, y la ciudad de niebla deja de existir.

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