Otra noche frente a un vaso de agua

Esta noche son estrías de dolor en el cuerpo. La luna por un instante deja de rodar, las estrellas se levantan un poco más, se alejan tímidas, de mi vista. Miro, observo la superficie oscura de arriba, casi un paragüas con agujeritos blancos, un paragüas azul y negro que me salva del universo ajeno, majestuoso, anciano, obtuso.

Los reflejos en los vasos de agua, unas burbujitas se acobijan en el fondo, duermen y sueñan sueños que soy incapaz de parir. El borde del vaso conserva, como todas las cosas en este lado del espejo, esa perfecta imperfección que lo hace igual a los otros y también único, depende cuán cerca exponga mis ojos a sus destellos, cuán cerca pose mis labios, cúan cerca asome mi nariz a ese pozo translúcido, invisible.

La ventana entreabierta, las pocas posibilidades de que la noche traspase la luz del velador, que se desparrama por toda la habitación, un balde de pintura amarillenta, parduzca que salpica todos los muebles, contamina todos los objetos, aún mis manos, permeables, permeables incluso a tus caricias distantes, pretéritas, esas caricias que quedan detrás de los ojos, detrás de la nariz, detrás de la misma piel, como hojas secas dentro de mi cerebro, barridas de una costa a otra de mi mente, caricias que se pierden y se reencuentran en la noche, pero sólo detrás de mis ojos, como si de una vidriera se tratase, las caricias en exposición, lo único visible y tangible dentro de mi cuerpo hueco y cristalino.

En algo se parece ese vaso de agua a mi cuerpo, después de todo.
Cada gota de agua, cada suspiro, cada parte que se divide en infinitas partes, cada destello, cada mirada, cada recuerdo de los destellos en vano.
Y así como el líquido de ese vaso está destinado a bajar, a desaparecer, a evaporarse, así encuentro esta noche mi vida, incluso todo esto que me rodea, objetos translúcidos, insípidos, distantes, que se evaporan de a poco, como mis recuerdos, como mis pasados y futuros posibles, como tus caricias en el viento.

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