Una vez en casa de mi abuelo

A veces, si era la hora indicada, justa de la tarde, y si uno abría los ojos lo suficiente, lo justo, podía entonces divisar pequeñas motas de polvo en el contraluz de una ventana, desde el interior de una habitación antigua de techo inalcanzable y de paredes frías, y cada mota de polvo rodeando miles de motas de polvo, y esas miles, millones, recorriendo la habitación sin aparente sentido y más bien empujadas caprichosamente por la corriente de aire.

Dentro de esas millones de motas se desenvolvían galaxias enteras, con infinitas motas de polvo, con infinitas galaxias, girando todas bajo la sombra del techo, flotando suavemente, pasando cerca de nuestros ojos, iluminadas al navegar sobre la luz y moribundas al internarse en la oscuridad de algún rincón de paredes resquebrajadas y despintadas, o algún placard con ropas antiguas y ya sin uso de mi abuelo.

Un sombrero, unos zapatos, un bastón, sacos y pantalones y un estante con fotitos recortadas a mano, amarillentas, y más polvo, galaxias y playas y galaxias sobre los recuerdos de mi abuelo, y miles de millones de sombreros en cada galaxia, en cada mota de polvo, y la tarde pasando, la hora de la tarde terminando, terminando la visita a mi solitaria abuela, la noche llevándose lejos las imágenes y el placard y los recuerdos y las galaxias, y el miedo trepando hacia la cama donde nos parábamos, y finalmente la huída de la habitación, no sin antes mirar un poco el techo negro, un cielo dentro de un cielo, una galaxia dentro de una mota de polvo.

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