Síntesis

Cuando desperté el sol había comprado todos los terrenos de la
cuadra. Crucé la puerta de casa como un bebé que ve el mundo por
primera vez. Me detuve unos 15 segundos en la vereda, gozando de la
típica sensibilidad impune de las primeras horas de un día
majestuoso. La ropa me pesaba, el aire se intrometía en mi pecho. El
verdulero contaba papas frente a una señora que hablaba con voz
tuerta, decía algo del barrio, de las sirenas de anoche, del nuevo
irrisorio precio de la carne.

Miré hacia ambos lados, no sabía a dónde iba a partir, la rutina no
me había caído encima hasta que toqué mis bolsillos con ambas manos y
sentí mis llaves en el bolsillo izquierdo y mi billetera en el
derecho, como hace quince años.

Di la vuelta a la manzana y el colectivo pasó como si hubieramos
coordinado la frecuencia anoche. El colectivero era casi familiar, me
miró a los ojos. Marqué tarjeta y observé sobre mi hombro izquierdo.
Hice un mapa de lugares vacíos. Asientos dobles no. A la derecha el
lugar 3 y 6 me esperaban. 6 es muy atrás. 3 es un buen lugar para
poder oler a todos aquellos que suben en Godoy Cruz y 9 de julio.
Entonces llegué al trabajo, con la voz partida de no hablar.
Mi cabeza estaba liviana, como pocos días. Hace algunos días que creo
haber entendido que todo es demasiado simple. Que nos movemos y
relacionamos en una dialéctica hegeliana.
Necesito pulir algunas cosas para que todo esto no decaiga.
Pero me siento feliz, porque cada ladrillo que he puesto en la torre
de babel fue puesto con las manos, la fuerza y el amor que me dieron
en aquel nanosegundo en el que me regalaron el derecho de conocer
este mundo.

Verlo con ojos que no se cansan de ver.
Escucharlo con estos oidos atentos.
Tocarlo cuando toco tu espalda.
Saborearlo después de morder tus labios.
Respirarlo en sincronía con tu suspiro en la noche, mientras dormís y
te contemplo en sublime silencio.


Sobre...