El celular, otra vez - Umberto Eco

Estaba por escribir algo sobre celulares hasta que encontré esta nota de Diario Los Andes. Ahi va.

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Aprincipios de los años noventa, cuando todavía pocas personas poseían teléfonos celulares, que aun así ya hacían inhumanos los viajes en tren, escribí una columna, bastante irritado.
Decía yo, en síntesis, que el celular debería permitirse sólo a los que trasplantaban órganos, a los plomeros (en ambos casos, personas que por el bien social deben poder ser localizadas en cualquier lugar e inmediatamente) y a los adúlteros.
Por lo demás, sobre todo en esos casos en que caballeros que habrían resultado imperceptibles en otras condiciones hablaban a voces en trenes o aeropuertos sobre acciones, perfiles metálicos e hipotecas, el celular era ante todo una marca de inferioridad social: los poderosos de verdad no tienen celulares sino veinte secretarios que filtran las comunicaciones, mientras que el que necesita el celular es el manager intermedio para contestar en todo instante al consejero delegado, o el pequeño hombre de negocios a quien el banco tiene que comunicarle que está en rojo.
Desde entonces, ante todo, la situación de los adúlteros ha cambiado dos veces: en una primera fase han tenido que renunciar a este reservadísimo instrumento porque, nada más comprarlo, el cónyuge empezaba legítimamente a sospechar; en una segunda fase, la situación ha vuelto a invertirse puesto que, visto que el celular ya lo tenían todos, dejaba de ser indicio irrefutable de relación adúltera.
Ahora los amantes pueden usarlo, pero siempre que no sean relaciones con personajes en alguna medida públicos, pues en ese caso la comunicación seguramente será interceptada.
Nada ha cambiado por lo que respecta a la inferioridad social (todavía no me constan fotos de Bush con un celular en la oreja), pero es un hecho que el celular se ha convertido en un instrumento de comunicación (excesiva) entre madres e hijos, de fraude en los exámenes escritos, de fotomanía compulsiva; las jóvenes generaciones están abandonando el reloj de pulsera porque miran la hora en el celular; a eso añádase el nacimiento de los sms, de la información periodística minuto a minuto, el hecho de que con el celular uno puede conectarse a Internet y recibir correo electrónico inalámbricamente, que en sus formas más sofisticadas funciona no sólo como agenda sino como ordenador de bolsillo, y he aquí que estamos ante un fenómeno fundamental social y tecnológicamente.
¿Aún se puede vivir sin celular? Visto que "vivir para el celular" implica una adhesión total al presente y un frenesí del contacto que nos priva de cualquier momento de reflexión solitaria, los que estiman la propia libertad (tanto interior como exterior) pueden valerse de muchísimos servicios que el instrumento permite, excepto el uso telefónico.
A lo sumo podemos encenderlo exclusivamente para pedir un taxi o comunicar a la familia que el tren lleva tres horas de retraso, pero no para recibir llamadas (es suficiente tenerlo siempre apagado).
Cuando alguien critica esta costumbre mía, respondo con un argumento triste: cuando murió mi padre, hace más de cuarenta años (y, por lo tanto, antes de los celulares), yo estaba de viaje y pudieron comunicármelo sólo muchas horas más tarde.
Bien, esas horas de retraso no modificaron nada. La situación no habría cambiado aunque yo hubiera sido informado a los diez minutos. Esto quiere decir que la comunicación instantánea que el celular permite tiene poco que ver con los grandes temas de la vida y de la muerte, no le sirve a quien lleva a cabo una investigación sobre Aristóteles y ni siquiera a quien se estruja el cerebro con la existencia de Dios.

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