red

Una nube gris, casi marrón navegaba lentamente por el cuenco azul. De lejos, a través de la ventana, el día pintaba el paisaje, con un pulso suave, constante. Unas acuarelas celestes comenzaban a dar paso a naranjas intensos.

Mientras, tu espalda roja brillaba con luz propia. Tus hombros anchos se encongían. Todos tus movimientos eran captados por mis ojos, como pequeñas polaroids con pequeños destellos y flashes. Todos tus gestos, tus temblores imperceptibles se almacenaban de alguna forma en un pequeño fascículo oculto en mi biblioteca. Mis días cerca tuyo yacían dentro de ese tomo, como flores marchitas, aplastadas. Aún guardaban su perfume, aunque el tiempo contaminaba todo, y las páginas (y los pétalos) comenzaban a amarillearse.

Otra nube circulaba de derecha a izquierda, y mutaba acompañando tus impredecibles movimientos de espalda, tu pelo cayendo caprichosamente sobre la remera roja, y tus manos ocultas, tus brazos apenas asomando, tus codos recostados en la mesa, tus ojos flotando en el cielo, como dos pastores de nubes, paseándolas de un lado a otro.

Y las acuarelas se mezclaban, el día pasaba, la gran roca giraba lentamente, rodaba, y tu espalda roja latía, se enderezaba, se movía lentamente, y nada me costaba imaginar tu mirada, tu rostro, justo del otro lado del eclipse de tu cara, tu pelo.

Yo era ese pequeño observador, ese relator en tercera persona que te miraba a través del espejo de la realidad, y mis sueños se estiraban para tratar de tocarte. Mis manos temblaron lentamente y el día desaparecía, en el momento justo en que vos desaparecías, y tu espalda roja se alejaba del espejo, y me costaba hacer foco, como siempre, y sólo divisé una mota rojiza, una pequeña pelusa de tu remera, un pequeño hilo rojo que nos conectaba, que nos desconectaba, y lo tomé y guardé en el tomo gastado, cerca de las flores, junto con otra flor marchita, junto a otro día pasado.

Sobre...