Insomnio, o casi. Y ya iba siendo hora de dejar atrás lo recorrido y descargar el presente (y acaso el futuro) en otro recipiente. Sentir que el líquido llena el envase, un retorcijón en el estómago, cerrar la mandíbula con fuerza, los dientes crujiendo y chirriando, la saliva inundando la boca, luego los ojos se acurrucan entre las arrugas de la cara, y después el espejo arañado del baño. Después el sol. Más tarde los vagabundos tostados en un banco de una plaza rectangular. Las entradas en cada esquina. Semáforos. Cuatro pares. Un trolebús y un autito rojo, particular.
Desmoldar la vida en medio de la calle, una gelatina que tiembla al viento y las manos que la repasan y la tantean y el olfato no sirve, porque la vida no huele, tampoco sabe, aunque entre cuellos húmedos y labios carnosos y piernas hundidas en las sábanas, perfumes que se añoran y sabores de besos tibios y también caricias que impregnan nuestros sentidos, pero en resúmen, el vestirse y desvestirse, el colectivo, el horario laboral, no deja rastros para el olfato, apenas para el oído, y en cambio mucho para la vista. Sacudo los ojos, los cierro y los abro (no es lo mismo que un parpadeo, pero se parece). El dolor como alfileres prendidos a la córnea. La atmósfera de una calle montándose a otra, una vereda tirándose a una acequia, las prostitutas se apelotonan en las esquinas, los vagabundos se sacuden en la plaza cuando el sol se recuesta sobre las nubes. Lo demás es dejarse morir en una orilla, tal vez arrebujado en esa gelatina fría que es la vida pasada, la presencia de un futuro borroneado, impreciso, que se alimenta de los deseos ajenos.

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