Me sorprende. Ese calefactor irradia veranos e inviernos a la vez, que ya fueron vividos, masticados y mal digeridos en el cerebro. Las ventanas y la pared tras él se ondean rítmicamente como esas imagenes de ruta en el desierto mientras alguien camina con botas texanas y una campera al hombro.

El gas, el humo, el vapor, el silencio con el que los fantasmas se elevan al techo y borronean los bordes de la casa. Mis manos sin embargo, desnudas, frías, huesos repiqueteando en el teclado, la piel apenas un recuerdo, los músculos, el olvido.

Media tarde, arrojo mis ideas por el balcón. Las casas de enfrente respiran también ese aire viciado, ese fuego interno que excreta la chimenea: un azul hacia un naranja salpicado de nubes.

Todo el tiempo pensé en esos techos manchados, en esos reboques, en cordones partidos y en acequias toscas, hilos de agua helada hacia abajo. ¿Pero cuál abajo? El epicentro de la ciudad donde todo descansa, donde todo el invierno se reúne y se evapora y se ahoga en volutas que cuesta seguir con la vista, sobre todo cuando se cruzan con el alumbrado público y se pierden entre los indefinidos costados de la ciudad, arriba, en el exterior de la ciudad, ese exterior donde las cabezas nunca apuntan, donde no arrastran los pies, donde los pantalones no se deshilachan, donde los colectivos no sacuden a los pasajeros.

Mi tiempo, tu tiempo, líneas heladas en el medio de la ciudad. Trato de apurar los procesos, todavía puedo envolverte en mis brazos antes de que Mendoza nos disfrace de noche.

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