vidrieras en la noche.

Miro a los lados. Crucé la calle, sin saber por qué, y ya las veredas me tragan y empujan en direcciones ortogonales. Las vidrieras del centro nocturno emiten esa fosforescencia encandilante. Miro de reojo los precios, los millares de zapatos pegados contra el vidrio, las estatuas de plástico exhibiendo colecciones otoño/invierno. Sus ojos vacíos, cuencas que se tragan todo el universo de un tirón. Imitaciones carentes de alma posando frente a la calle, miradas de tiza en la noche fantasmal, un aire que corre por el cuello y las dicródicas espantan las tinieblas de esos rostros ajenos, ausentes.

Todas las vidrieras como salas fúnebres, donde reposan los muñecos, pequeños y grandes pinochos que esperan la visita del hada madrina que les dé vida, una vida fuera de ese lado del espejo, las vidrieras.

Asomo los ojos un poco a sus ojos. La mirada es una línea de hielo hacia el vacío, una mirada artificial, de ciencia ficción, sin sostén, sin punto de apoyo, sin ancla, sin muelle, sin tierra firme. Un trazo gris en la noche, un tren sin luces que atraviesa la noche y se aleja chillando un alarido mudo, casi un suspiro, casi una bolsa de papel rodando, casi una hojita que entendió que es tiempo de otoño, y es tiempo de abalanzarse sobre el asfalto.

Miro una última vez a través de los reflejos y brillos de la vidriera. La mirada de otra dimensión, la ropa sobre el cuerpo rígido, sin vida. Una postura física anormal. Estiro el dedo frío sobre el vidrio frío. Nada pasa. Trazo una sonrisa en mi cara, la sostengo con mucha fuerza, temblando, y me alejo calle abajo.

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