Manejaba feliz por una calle intransitada, del supermercado a mi casa, junto a mi fiel perro Batuque asomando la lengua por la ventana del acompañante.
Súbitamente sentí la necesidad de alejarme con el auto, dirigirme hacia los bosques y dejarlo ahí, en la penumbra.
Manejé 30 minutos y le abrí la puerta en la banquina de la ruta, junto a algunos árboles.
Volví a casa sin pensar en el asunto.
Preparé un café y ante el primer resquicio de remordimiento comencé a pensar en todas las mañanas que ese perro cagó sobre la alfombra de mi living, durante los diez años que habitó en mi casa.
Entonces recordé la vez que me mordió, y aquella otra vez que dejó sus huellas sobre las frazadas, cuando se comió la basura y cuando estuvo durante treinta minutos sentado en la vereda sin volver a la casa.
"Definitivamente ese perro era una porquería, se lo merece.", le dije al gato siamés que reposaba en mi sofá.

Sobre...