serrucho

Un serrucho oxidado, esas cosas que se encuentran en los rincones de los talleres. Clavitos y pablitos clavándolos con ímpetu, pero sin ganas a la vez, medio raro.

Le pregunté qué tal la montaña, a lo que me respondió:

- Manso, nos pusimos en pedo en un cementerio.
Y sí, la eterna sensación de que, pase lo que pase, sea como sea, somos esos clavitos clavados por pablito, aunque algunos estamos un poco torcidos y nunca entramos del todo en la madera podrida, creo que por suerte.

Me río, se ríe. Imagino debajo de los vasos con vodka, a unos tres metros, o tal vez sólo dos, depende de la operancia del cavador de tumbas, a un grupo de incas o descendientes, con cruces solitarias, unas plumas desplumadas, unas piedritas rojas, algunas fotos de parientes más modernos, más de ciudad, y casi nada más. Un atado de yuyos por ahí, que se mece tranquilamente, que a veces se estira, estira su nariz de tallo seco para mirar cómo empinan sus vasos los visitantes nocturnos.

Alguien seguramente prende una caña. Pienso en humo azul flotando en la noche fría, imposible que el humo sea de otro color. Indígenas, fantasmas de lanzas y dientes afilados volando por ahí, mirando, observando, reflejados en la botella a medio bajar de vodka. Alguien patea algo que bien podría ser un hueso, pero es un serrucho oxidado, por qué, para qué.

Sobre...