SUEÑO 9/06/05

I

Hay un callejón. Hay una gran escalera que lo recorre, con amplios escalones. Es media tarde. Las nubes asoman en el horizonte. Los naranjas y rojos y violetas tiñen toda la ciudad. Hay una cúpula. Hay un gran edificio. Las partículas de polvo se desparraman por todos lados. Largas sombras marrones y cobrizas cubren todo. Muchas siluetas caminan por la ciudad. Hay una biblioteca gigante. Tiene un cartel blanco donde leo ABIERTO. Cruzo la puerta verde de madera. Observo una campanilla dorada sobre mi cabeza, que suena débilmente. Ingreso a una amplia sala. La gente me observa de forma extraña. Miro mis ropas. Llevo el discman. No escucho la música. La habitación de la biblioteca tiene el piso de alfombras con arabescos. Altos y flacos ventanales rodean todo el edificio. La luz ingresa por ellos, e ilumina hasta la mitad de los estantes de libros. Los únicos colores existentes son rojos, naranjas y marrones, con algunos destellos dorados allá donde el sol toca un vidrio. Las motas de polvo existen dentro de la biblioteca.
Muebles viejos y marrones adornan la biblioteca y se interponen entre los libros y las personas.
Las personas, no muchas, miran detenidamente algunos ejemplares antiguos. Un libro azul, un par de estantes más adelante, llama mi atención. Antes, veo a un anciano con lentes y cabeza calva, cerca de un antiguo mapa de constelaciones colgado en la pared.
Sigo caminando, y me tropiezo con unos cuadros apilados contra un escritorio. Saco lentamente algunos, y veo que se trata de dibujos a lápiz de duendes y gnomos. Pésimos. Observo la firma del autor. No entiendo el nombre.
Finalmente, luego de pasar cuatro o cinco escritorios y un par de estantes, llego al gran tomo azul. Se trata de un libro de Borges, no sé cuál. Pienso inmediatamente en hacerme socio de la biblioteca. Me dirijo a un escritorio donde se encuentra un hombre alto de cabello negro. Antes de mí hay dos personas, pero no hablan de inscripciones, ni de socios, por lo que vuelvo sobre mis pasos, giro y alcanzo un nuevo escritorio con una mujer de secretaria. El polvo en el aire borronea su figura. El sol a través de la ventana sólo llega hasta su cuello, y su rostro permanece en las sombras. Apenas un débil brillo de lentes asoma un poco más arriba. Un hilo de humo azul escapa de su aparente boca. Y me acerco. Estoy a unos pasos de su escritorio, parado en una alfombra con imágenes de soles y lunas y estrellas, sobre un fondo azul.

Hablo con la secretaria, y pregunto cómo hacer para asociarme a la biblioteca. Me mira, sonríe, y me dice que no es posible. Miro una de las delgadas e increíblemente altas ventanas. La ciudad sigue dorada, aves negras cruzan los cielos, y más allá la cúpula es visible, brillando entre edificios bajos. Naranjas y rojos. Nada más.
Miro el libro de Borges, azul, en la punta de un estante desordenado. Miro a la secretaria. Me dice nuevamente que no es posible. Antes de alejarme, arroja otro hilo de humo hacia el techo en sombras, allá arriba.

Retrocedo, miro, observo. Muy pocas personas, y el tipo del escritorio ya no está, y el libro azul de Borges sigue quieto en el estante. Sigo caminando entre el desorden. Me alejo, me retiro. Cerca de la puerta, entre sombras azules, aparece un grupo de personas jóvenes. Me rodean.

Les informo sobre la estupidez que acaba de acontecerme, mientras sigo pensando en el libro grueso de tapas azules. Me miran, se miran. Uno de ellos me explica que trabaja en la biblioteca, y que es imposible asociarme dado que en unos días, o en un pequeño período de tiempo, la biblioteca cerrará.
Algo me dice que mienten. Les digo que no importa, que tan sólo deseo leer ese libro. Tal vez levanto la voz, porque alguna de las personas de alrededor se da vuelta para observarme. Más polvo en el aire, suspendido, como pequeñas galaxias en un universo rojo. Todos me miran.
Callo un instante, y todos vuelven a sus tareas. Miro el ejemplar de Borges, lejos. Un brillo naranja de sol toca apenas el lomo. Un silencio llena la sala polvorienta, y trata de escaparse a través de los cristales manchados de las ventanas. Imposible. Me acerco un poco a la puerta verde. El cartel de abierto sigue ahí, Afuera, un edificio proyecta una sombra violácea sobre las amplias escaleras.
Antes de irme, sonrío al grupo que me rodea, y les digo que bueno, tal vez vuelva y ponga una bomba, y todos los libros estallen, y la ciudad quede cubierta de hojas y textos y Borges.
Sonríen. Un viejo tras un escritorio y un montón de libros asoma la cabeza, serio.

Salgo.

Sobre...