PARQUE

Piso un par de ramas entre la tierra y el rojo polvo de ladrillo. Mis pies avanzan lentamente, mientras mi cabeza gira observando el todo que me envuelve. Las ramas crujen con un sordo sonido, y las hojas se hunden en la humedad del suelo, mientras los árboles susurran suavemente con el paso del viento.

El sol asoma entre dorados y cobres y unas copas peladas de unos troncos blancos que en fila dibujan la línea de la calle. Un par de niños corriendo entre el pasto seco, y una fuente oscura despide una suave cortina de agua que se desplaza lentamente por el aire, convertida en pequeñas partículas de rocío, apenas visibles a contra luz.

Mis pies pisan nuevamente un par de ramas, antes de alcanzar el cruce. Muchas personas caminan, algunas trotan y es muy difícil ver aquellas que corren. Nadie tiene prisa, el mundo está quieto, sus engranajes han dejado de moverse. Los relojes en las muñecas, supongo, se han detenido, mientras la ciudad se oculta lejos, detrás de todos estos pinos y árboles de troncos nudosos y de todas esas palmeras.

Es fácil ver hilos de sol colgando por todo el parque. Es fácil, no cuesta mucho, mirar bien el gris de las sombras para descubrir los verdaderos azules y violetas que habitan en ellas. Es fácil ver el cielo con sus nubes acercándose lentamente al sol. Es fácil ver las arrugas de los árboles más viejos y los troncos lisos y fríos de los más jóvenes.

Entonces me siento abajo de un pino gigantesco, prendo el discman, volumen alto, y me recuesto sobre la campera, a mirar entre las ramas oscuras el cielo. El sol por momentos se oculta entre algunas nubes desgarradas, y la luz se vuelve pareja en el parque, y las sombras y las luces se funden en una especie de amarillo lavado, pálido.

De golpe me siento como si estuviera recostado sobre el lomo de una gigante tortuga que se desplaza lentamente por el universo, y me aferro con ambas manos a los pastos secos, a su gastada caparazón llena de musgo, mientras la música me lleva lejos, y el viento comienza a sacudir con más intensidad las ramas encima mío, y siento velocidad, la velocidad de las cosas, y siento vértigo.

Siento que si hubiera un dios, estaría en estos momentos respirando, y siento ese respirar, siento ese fuerte respirar en mi cuerpo y en todo el mundo que se mueve alrededor, en los pájaros que salen de los árboles y cortan el cielo a bordo de ese viento, y lo siento en las ramas de todos los árboles que cuelgan y se mecen tranquilas, y las hojas secas que dibujan tirabuzones en el aire antes de caer para siempre en el parque.



Siento el parque como un organismo vivo, como una conexión entre cada pequeña rama y hoja y cada pequeño tallo. Y, agarrado del pasto, aferrado, con los dedos hundidos en la tierra, siento el mundo girando, y soy un jinete montando a la gigante tortuga, mientras mis ropas se agitan al viento, y la gente comienza a desaparecer, lentamente, y el cielo comienza a huir detrás de mí, y siento cada vez más agitación en el aire, y casi siento, si acerco el oído lo suficiente al suelo, el latido de la tortuga, y el silbido del roce de los engranajes de su cuerpo, y la fricción que produce su pesado desplazarse por el espacio, mientras los árboles se sacuden y las últimas hojas cayendo marcan el comienzo del cíclico viaje de la tortuga por el frío invernal.

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