En esas horas desesperantes para él, ella asomó su rostro a la calle. Una calle naranja por el sol que se disipaba con una prisa bastante aburrida.Parecía, a simple vista que este sol no tenía otra ciudad que iluminar, o no encontraba otra ciudad donde aburrirse.
Pero ella esbozó una radiante sonrisa, dejando que la punta de sus labios trepara un poco por sus mejillas, y que sus ojos tomaran un poco de ese sol bagabundo e irresponsable.
Con apenas un bostezo que se mezcló graciosamente con la sonrisa de su rostro, desapareció de la ventana, cerrando de un golpe seco los postigos. Un golpe que pudo oírse a una gran distancia, dado que en ese atardecer no existía otro sonido.
Apenas murieron los ecos de la ventana, y cuando el sol comenzaba a preguntarse si era estrictamente necesario ocultarse tras esos departamentos, ella apareció dos pisos más abajo que la primera vez; en esta ocasión por una puerta verde olivo,que dejaba ver la vieja madera,gastada por todos lados, astillas y rayones dibujaban obtusas figuras en la madera verdosa; después de todo, la madera había adquirido un color más vivo y joven que el que normalmente vestía;también una cierta humedad, ocasionada por una suave llovizna que, aburrida de esa ciudad, se había alejado, en una dirección contraria a la del dubitativo sol, hacía apenas unas horas.
Y la vieja puerta húmeda emanaba un suave perfume a roble que llegaba hasta la vereda de enfrente, justo donde él se encontraba.
Los cabellos rojizos danzaron en el aire, mientras ella giraba sobre sus zapatos para cerrar la verde y aburrida puerta. Antes de que él pudiera oír el click de las llaves, ella le dedicó una ágil mirada, con un poco de sorpresa, un poco de curiosidad. Luego, giró su muñeca derecha, y con un leve empujón, la puerta quedó cerrada.
Sería por una corriente de aire, o tal vez por el empujón de la puerta, que nuevamente, en una fresca corriente, una mezcla de prefumes cruzó la calle, enfrentándose a él.
Esta vez, los cabellos cobrizos se alzaron hacia el sol, un extraño color rojizo, pensó él, traído de soles de otro planeta, de un mundo ya olvidado, o nunca concebido.
Era un color rojo como el atardecer después de la pequeña tormenta, dorado como el sol que de a poco se alejaba, como el sol que brillaba en sus verdes ojos, como la luz que entra en un espeso y verde bosque, como el sol sobre un lago esmeralda.
Ella se permitió una mirada alrededor del mundo: las húmedas hojas de los árboles que contenían todavía unas pequeñas gotas de lo que había sido la tormenta, unas pequeñas gotas de diamente y rubí, almas brillantes y coloridas, luces dentro de luces, reflejos del mundo, extensiones del dorado sol.
Posó su mirada también sobre las viejas baldosas, con sus gastados dibujos, con sus relieves, con sus rayas, sus cuadros, sus colores opacos, con sus pequeños charcos de lluvia, con sus hendiduras oscurecidas por el agua, con sus esquinas trizadas, con los bordes roídos por el tiempo y la lluvia.
Miró con sus verdes ojos las casas, con sus negras rejas, sus paredes ocres, sus puertas azules, grises, blancas. Las casas con sus escalones irregulares, con sus jardines y sus tréboles apiñados en uno y otro lugar, como pequeñas ciudades dentro de pequeñas ciudades, como pequeños bosques de tiernos tallos, de finas hojas. El musgo de las paredes, las sombras azules de los techos sobre la luz rojiza de la tarde, las largas sombras de los árboles que cruzaban la calle bebiendo un poco del agua de los charcos naranja del pavimento, estirándose hasta tocar los troncos de los árboles de enfrente donde ella estaba.
Él, por su lado, observaba los techos que se erigían hasta la catedral con sus azules puntas mirando al cielo limpio, y con sus aves obserbvando, volando, pasando cerca de donde ella se encontraba.
Un paso, luego otro, la condujeron hasta la esquina, una esquina donde las luces de los faroles comenzaban a encenderse, donde los autos ya no pasaban, donde los recodos y las vueltas eran todo lo que existía y vivía y había por hacer, donde una vez tomadas esos caminos infinitos, no había vuelta atrás, a las casas, a las lluvias, a los árboles húmedos con sus brillantes troncos, a las ventanas rojas y verdes, a las sombras azules, como máscaras de cristal en el pavimento y en las casas y en los autos muertos, ya no existía más la cordialidad del joven de la vereda de enfrente, ese joven que se desprendía de la realidad, como una luz que sobresalía del entorno.
Y aunque sabía que él seguiría allí, aún cuando ella volviera, comenzaba a tener la seguridad de que nunca volvería, por que los caminos que de allí en más nacían, no volvían nunca a su lugar de origen, y nunca devolvían a las personas a sus comienzos, o a sus hogares. Pero era algo que ella tenía que hacer, siempre lo hacía, ya no recordaba su primer camino, ni su primer hogar abandonado, ni su primer barrio y familia perdidos para siempre; ni su primer hombre esperando sentado en la puerta de ninguna de sus nuevas casas.
Y así, ese paso por senderos infinitos que se perdían y confundían con las vidas de las demás personas, y las penosas muestras de interés que todos prestaban al doblar las esquinas, al cruzar las calles que jamás serían lo mismo, al correr de una cuadra a otra, todo cambiaba, todo desaparecía y todo era lo mismo que había sido en otra persona o en otra vida, en otra esquina, en otro rincón con otra persona esperando, sentada, mientras la tarde desaparecía, mientras la noche los engullía con sus oscuros dientes.
Y, por supuesto nunca existiría un mañana para ellos, una civilización de gente que moría al doblar las esquinas, y renacía en la otra cuadra sin tener conocimiento de quién era o lo que haría de su corta vida.
Y el único testimonio de algún tipo de suceso repetitivo eran los ecos de los zapatos de la gente doblando, doblando para siempre.
Sobre...
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- 12:57 a.m.
- by Anónimo
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