Una heladera, esas viejas, llenas de medicamentos. Los últimos días tienen la extravagancia de antiguos vecinos posando en sus veredas, días domingos llenos de mangueras en todas las casas, y esos pantaloncitos cortos que se cuelgan o atan los viejos de 50 años, regando mientras las mujeres, probablemente de camisón, lloran en sus camas por algo, o se disponen a hacer la ensalada del asado. Los niños rompen cosas por ahí, corren un poco. Los perros miran con esa cara de que los van a bañar en cualquier momento, y todo con ese olor a plástico quemado por el sol, cada vecino un soldadito verde en una posición, cada cuadra una bolsita exacta de soldaditos verdes, uno regando, uno podando el césped, uno hablando con otro, uno sacando el auto, otro lavándolo, y el agua y el jabón que baja desde la esquina por las canaletas al costado de la calle, una especie de baba matinal que dobla la esquina siguiente y se pierde.
Yo agarro entonces mi muñeco de Rambo y le saco un brazo. Indestructibles eran los de He Man. Salgo corriendo a mostrarle a mi mamá.
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