congelamiento global

Se condensa, lentamente. Espera impaciente del otro lado de la ventana. Un vidrio, o tal vez blindex barato separa sus huellas digitales del blanco y frío exterior. Ese invierno que, aseguran quienes menos saben, "llegó tarde pero se va temprano", es el que lo mantiene apretado, acurrucado, congelado entre paredes secas y carbones apagados y unas debiles lenguas de fuego que juegan a extinguirse para aparecer momentáneamente, aunque se sabe, se imagina, el fuego al final cede, la luz del revelado polaroid se cubre del velo nocturno, y las brasas se abrigan con la oscuridad total. Las ventanas reflejan pálidamente las veredas, las baldosas, las acequias, y él se condensa, lentamente. Susurra una letanía contra el frío. Inservible, imbécil. Ahoga un trago de saliva y recuerda esa palabra cruda que yace sobre un plato playo: imbécil. Recuerda esa carne roja, la sangre desbordando la cerámica, y cada gota de sangre que cae al piso susurra un imbécil que se agota, que apenas llega en ondas gélidas hasta su oído, y unos ecos efímeros se expanden sobre el lago helado de la habitación.

Imbécil, y casi es ese llamado a la puerta que ya no espera. Otra gota, plip, otra, para decir todos los imbéciles que no se merezca, mientras hunde su nariz en un cuello de lana, mientras hunde sus ojos en las gotas rojas de la hiriente palabra imbécil. Otro más, otra burla más, otro oleaje mudo de frío, otro tiritar de la ventana, y ese congelamiento global en el que todos se sumen, y ese imbécil a la mesa, helado, para servirse, para degustar, para mordisquear.

Se condensa, se evapora, se evacúa, se interrumpe. Plip, plip.

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