Feriado

Salgo al mediodía, imposible despertarme antes, imposible salir antes. Abandono el pasillo eterno que da afuera, al exterior, al mundo resquebrajado, a las veredas frías, a las calles torcidas, a los edificios abandonados, a la soledad del día.

Un día feriado, ya no sé que es lo que se festeja. El aire de la calle corre lentamente, y el sol se esconde entre harapos grises y blancos. Un cielo desteñido asoma entre los árboles secos, y las sombras purpúreas de las casas tiñen las veredas solitarias y húmedas.

Tapo mis oídos con auriculares, ajusto los cables, manipulo el volumen, play, y camino, me desplazo, cambio de punto espacio temporal. Estoy en la parte oscura de la ciudad, en las afueras de un microcentro de cinco cuadras. Entro en una calle opaca, un par de autos estacionados, y la seguridad de que sus dueños se encuentran lejos, o dentro de sus casas.

Un solitario hombre trepado a una bicicleta demasiado grande para él, pasea un maletín negro, con muchas trabas y seguros. Me sorprende. Tres pasos y ya no me sorprende.
Tarareo una canción en voz alta, y estoy seguro que si quitara mis auriculares podría escuchar mi débil voz rebotando por toda la ciudad.

Camino dos cuadras y excepto por el sujeto de la bicicleta, no veo a nadie más. Vacío.
Me refugio en mi música, y la acoplo a la imagen. O al revés. La música como pincel para pintar la vida descolorida que nos rodea. La música como lupa para develar los verdaderos colores de la vida.
La música como medio para que casi me atropelle un colectivo de la línea 40.

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