Enrosque de 18 milisegundos a partir de dos hechos casuales, con posterior represión automática según ISO 9001

Apenas terminé de servir el helado de crema de cerezas, hizo algunas observaciones sobre los ocurrentes gustos de su mujer y, entre sus bocadillos de disgusto ante tales extravagancias sosas, descubrí que eran, en esencia, los mismos que los míos. Horrorizado ante la injusticia de la subestimación pública de tal originalidad y ante su reprimida indignación, reescibí el momento aquel en el que, tras las ventanas de un aula de la facultad de derecho, se asomara ella con gesto dubitativo, en un intento rápido de ubicar el paradero de alguien, momento irrepetible si los hay, sobre todo cuando se trata de quedarse-mirando-atónito-el ventanal-y-lo-que-asoma-detrás-de-él. El ping-pong de respuestas y respuestas comenzó apenas a escalar distintos temas triviales (a primera vista), como ser los juegos de mesa, la relación hombre-animal doméstico, la discografía del artista en decadencia, todas coincidencias casi existenciales, incluso su carencia de gestualidad facial y emoción explícita.
 
En aquel momento solo había aparecido súbitamente, de incógnito, a unos 15 metros de mi ubicación semi-privilegiada frente a un pizarrón plagado de rectas ortogonales y planos imaginarios, y podría haber salido a tomar un vaso de agua al buffet y preguntarle la hora, en aquellos tiempos en los que la hora era terreno exclusivo de los relojes analógicos y no aún de los teléfonos control móviles remoto, y había que identificar las posiciones de las agujas en relación a las doce divisiones del cuadrante para obtener así la información horaria, o bien, llamar desde el teléfono más próximo al 113 para escuchar a una máquina repitiendo hasta el día del juicio final equis horas, equis minutos, equis segundos.
 
Su novio es un tipo respetado, y dicen que por aquellos días ya lo era, hace una eternidad, pero más allá de la imagen que una sociedad cambiante pueda tener de él, ha pasado hace tiempo, para mí, a mejores estratos en mi propia percepción de él, por actitudes deferentes hacia mi persona y sus semejantes, dignas de nobles calificativos, contrapuestas a su irritante histrionismo sexual-aventurero.
 
Ante estos pequeños detalles y la situación de encuentro con ascendiente en motivación, mi sistema nervioso reacciona como un sistema de incendio y, ante la conexión entre el recuerdo candente de una imagen que perduraría al menos en el trayecto en colectivo de aquel día (y la imagen de la imagen en el colectivo, por mucho tiempo) y la sucesión de hechos no tan casuales que me tenía sentado años después junto a la dama en cuestión, los extinguidores se encienden en mis párpados obligándome a dirigir la mirada hacia otro sector del paisaje del patio y cambiando el rumbo de la conversación, que ya se había extendido en muchos talcuales motivadores y sospechosos, hacia un terreno no tan peligroso.
 
Continuó así la charla, ahora internamente, siguiendo el protocolo de escape de emergencia, dirigiéndose hacia las razones kármicas, subjetivas y objetivas que llevan a mi propio sujeto a huir de tal desconsideración, en un acto paranoico de constante relojeo al señor, que no pudo descifrar el movimiento circular de mis pies y mis pupilas ante la sorpresa de descubrir que su señora tiene, al parecer, gustos similares a los míos y un porte guerrero, y que si no fuera por los astros, ya hace unos años que nos habríamos separado por diferencias propias de la pareja, causadas por los golpes de revés proxeneta que su padre le propinaba antes de la cena y mi egocentrismo exacerbado, peor aún lo mío que su obsesividad por los automotores. Inmediatamente una marquesina luminosa se enciende ante mis ojos, graciosa porque parece decirla otra persona, pero la reconozco como parte de mi antivirus: "Esto no va a suceder", y en letra más chica "Es para quilombo". Otras veces dice cosas como "Es tirar margaritas a los chanchos", "El que se quema con leche..." o "No tiene goyete" (esta última con neón azul intermitente). Inmediatamente giro la cabeza hacia mi derecha y la veo, con un tupido bigote oscuro, de esos estilizados a lo Art Nouveau, tipo Carlos Pellegrini, comiendo helado como un dromedario famélico en Estambul, con joroba y todo.
 
Y ahí estabamos de nuevo, igual que 1 minuto antes, riéndonos de una anécdota tarantinesca acerca de la imprevisibilidad corporal y terminando de comer el postre, segundos antes de que él le pregunte casi insinuante y seguro de la respuesta: "¿Vamos?".

Sobre...