Tanto estirar los brazos hacia la eternidad, qué estupidez. La eternidad es una rueda blanca que gira y gira y cada pensamiento dirigido a ella la acelera más aún, y la aleja más aún, y la vuelve más inalcanzable. No entiendo por qué esa insistencia con lo ajeno, con lo imposible.

No sé por qué pensar en todo esto justo ahora, cuando la noche está partida al medio, trizada, y de entre los cristales por los que piso descalzo, trepa una niebla espesa y fría, que se demora en mis tobillos, mordisqueando sin ganas.

Mis brazos abrazan mis brazos, siento como si mi antebrazo solo, fuera capaz de darle tres vueltas a mis costillas y mi columna, únicos elementos de los que se compone mi figura.

Sentí en un momento (pero no, debe haber sido el sueño)cómo insectos blancos, lechosos aleteaban contra mis ojos, chocando y zumbando. Qué estupidez. Insectos blancos, o siluetas blancas aleteando: atrás un fondo azul, como una tela desteñida o gastada.

Estuve sacudiéndome en la cama. Olvidé el camino nuevamente, y de mí quedan (al menos hasta mañana) restos andrajosos, un esqueleto blanco en la noche y pellejos colgando de la silla. Mis ojos clavados a esta pantalla, buscando algo, algo que sea eterno, que se mantenga un poquito más que todas las otras cosas. Algo de lo que asirme cuando siento el vértigo de la caída.

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